ECONOMÍA DE LA GESTIÓN CLÍNICA Y SANITARIA. DE LA EFICIENCIA Y LA EFECTIVIDAD A LAS CUESTIONES ÉTICAS - Red Científica Iberoamericana (RedCIbe)

Red Científica Iberoamericana

ECONOMÍA DE LA GESTIÓN CLÍNICA Y SANITARIA. DE LA EFICIENCIA Y LA EFECTIVIDAD A LAS CUESTIONES ÉTICAS

Sergio Del Prete
Ministerio de Salud Provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, Argentina

Buenos Aires, Argentina (SIIC)

Se postula que la etapa de la medicina basada en la evidencia debería comenzar a virar perceptiblemente hacia la medicina basada en la eficiencia, centrada en la necesidad de alcanzar la mejor rentabilidad de los tratamientos con mejor asignación y distribución de los recursos en función del interés global de la sociedad.

Introducción
Según Vicente Ortún, la gestión se basa en experiencias, en los contactos, en las intuiciones, en la capacidad de adaptación del gestor al medio y, aunque probablemente todavía sea mayor el problema de lo que se-conoce-y-no-se-aplica que el de la ignorancia, cada vez se precisará más del conocimiento”.1
Cuando los médicos observan un paciente, y tratan de interpretar sus signos y síntomas, se dan cuenta de la interacción en un mismo ámbito –el cuerpo humano– entre la bioquímica, la fisiología, la anatomía, la semiología, la patología y la farmacología. Pero si esa misma observación se hace desde el lado de la gestión clínica integral, la complejidad de las interacciones es mayor. En la enseñanza tradicional de la medicina nunca se mencionó que lo que se denomina el proceso de producción de salud –que se pone en marcha cada vez que alguien se transforma de individuo en paciente y consume “unidades de salud”– implica una función de producción con una combinación diferente de recursos según cada enfermedad, para producir bienes o servicios intermedios y finales, que se denominan respectivamente consultas, prácticas, internaciones, cirugías, cuidados intensivos e intermedios, partos y egresos, que tienen costos y es de lo que trata la economía de la salud.
El uso y la combinación de una multiplicidad de insumos y recursos en una misma persona, el accionar de quien los escoge, cómo los transforma en prácticas e intervenciones, cómo se pagan éstas, cuánto es su costo parcial y final de producción, la relación costo-efectividad y otras cuestiones afines para alcanzar los beneficios esperados, constituyen el escenario cotidiano en el cual médicos y otros profesionales de las ciencias de la salud interactúan dentro de lo se ha dado en llamar genéricamente la “cuestión sanitaria”.2
A la pregunta ¿cuánto debe saber un profesional de las ciencias de la salud sobre economía y gestión clínica y sanitaria?, la respuesta es: lo suficiente para la incorporación básica de criterios de eficiencia respecto de su accionar como sujeto económico de la política sanitaria desde las perspectivas social y médica, y desde los valores sociales y las evidencias científicas.2 En la actualidad, aun es sesgada y heterogénea la visión de una práctica médica auxiliada por la economía de la gestión sanitaria. Por ejemplo, no se enseña dicha disciplina ni en la academia, en el pregrado, ni se la incluye en los programas de salud, debido a varias opiniones dispares desde la ciencia médica que parecen transformarse en cuestiones paradigmáticas, aunque de valor relativo y con una cierta carga de falacia:
- la economía de la salud es una disciplina relativamente muy nueva y como fue impulsada por algunos organismos supranacionales como parte de las reformas de los sistemas de salud, adscribe al neoliberalismo o es su caballo de Troya;
- es una disciplina destinada solamente a llevar los números del sistema y a justificar ajustes y racionalizar el uso de los recursos, sin reconocer su importancia en dar racionalidad al gasto sanitario;
- la salud no es un negocio. Y no tiene precio. Pero es imposible dejar de reconocer que tiene costos. Ahora bien: para un profesional en salud lo más importante del estudio de la economía pareciera ser aprender a entender cómo piensan los economistas. Pero lo más necesario es reconocer cómo los profesionales de la salud y los usuarios-pacientes se mueven dentro de un mercado sumamente imperfecto, con niveles de oferta, demanda y perfiles de intercambio asociados a cuestiones particulares que lo definen económicamente, y en el cual interactúan recursos humanos, tecnológicos y materiales. Al mismo tiempo, y más allá de la finalidad o no de lucro –que puede coexistir dentro del sistema–, la gestión de obtener efectos sobre la salud –gestión clínica– es sensible al análisis de costos y al estudio de la utilidad de tales costos, y porque esto debería estar relacionado no sólo con el beneficio de resultados, sino con la efectividad de éstos en relación con dichos costos.3

Economía de la gestión sanitaria
La economía es la ciencia del comportamiento social que estudia la asignación racional de los recursos escasos, susceptibles de usos alternativos para la obtención de un conjunto ordenado de objetivos. Su objeto en general es ocuparse de los procesos sociales de producción, distribución y consumo de bienes y servicios que históricamente demanda la sociedad con relación al nivel de desarrollo técnico y tecnológico alcanzado. Analiza los problemas derivados de la insuficiencia y aplicación alternativa de los medios o recursos para atender todas las necesidades humanas imaginables, que se suponen teóricamente infinitas; ocupándose del estudio de cuanto se relaciona con la financiación, producción, distribución y consumo de los bienes y servicios. Como ciencia fáctica usa el método científico, mediante el cual realiza abstracciones de la dinámica social, aislando el campo económico de los otros. De esta forma procede a analizar los factores o variables que afectan su funcionamiento. Al utilizar un método propio, la modelización económica, el economista elabora hipótesis para concluir con la teorización de que –de cumplirse ciertas condiciones mínimas llamadas supuestos (las cuales deben ser relevantes, pertinentes y convenientes con la realidad), se pueden inferir ciertos comportamientos en el ámbito de lo real.
Ante las dificultades que afrontan los diferentes sistemas sanitarios, la economía ha impuesto una realidad de la cual los servicios de salud no pueden abstenerse. La velocidad de ajuste que puede existir entre oferta y demanda en el mercado sanitario no suele ser tan significativa como para necesitar alcanzar rápidamente un nuevo punto de equilibrio a tono con el desplazamiento de alguna de ellas. Si bien pueden establecerse relaciones constantes dentro de un esquema teórico de curvas de interacción –al estilo del análisis microeconómico– los comportamientos de ambas muchas veces no suelen ser asociados.4 Por tal motivo, las variaciones que pueden exhibir expresadas como “movimientos” o “desplazamientos” de sus curvas correspondientes, están sujetas al aumento o reducción de los ingresos (renta) o al nivel de cobertura de los seguros, del lado de la demanda, o al incremento de la capacidad instalada, recursos humanos o tecnología, del lado de la oferta.
Por su parte, los sistemas de salud se asemejan a una empresa muy diferenciada y súper especializada de producción de servicios, en la cual se combinan factores de producción (recursos humanos, equipamiento, insumos, etc.) a fin de obtener productos intermedios y finales, con la particularidad de que el proceso de producción es diferente para cada persona.
La producción de servicios de salud –independientemente de quién los provea y de cómo sean financiados– es por lo tanto una actividad económica como cualquier otra. Y está sujeta a la condición de eficiencia.
Ahora bien. Esto corresponde a la variante mecanicista del complejo médico-industrial. Pero dentro de las múltiples instancias propias de una función de producción sanitaria determinada, y más allá de la racionalidad económica que pueda aplicarse a su análisis específico, resulta imposible de obviar el componente ético de la práctica profesional. Dicho principio ético establece no sólo que nadie debe quedar sin recibir tratamiento efectivo y apropiado, sino que la efectividad clínica de la atención médica y la eficiencia social de la asignación de recursos no deben quedar englobadas dentro del conflicto que surge entre información y valores del médico y su comportamiento respecto de la desinformación natural de la demanda frente a la enfermedad.5
Precisamente, esta imperfección del mercado sanitario que surge de la particular relación de “agencia incompleta” entre médico y paciente, es el resultado de la sorpresa que la enfermedad resulta para el segundo y la búsqueda de consejo médico para orientarse respecto de las decisiones a adoptar. La necesidad de asistencia quedará determinada por el médico en función de la cantidad de unidades de salud que deberá consumir el paciente para recuperar la salud hasta el nivel esperado. Es en tal relación donde el médico inicia, en nombre y por delegación del paciente, la cantidad y tipo de asistencia apropiada destinada al diagnóstico y tratamiento del problema.
El dilema ético es que el propio médico determina la elección de las mejores alternativas para la resolución del problema de salud, siendo en ocasiones proveedor parcial o total de tales servicios. Como sugiere Zweifel, elige el tratamiento considerando no sólo el criterio profesional, sino sus incentivos económicos. La demanda se comportará como totalmente inelástica si el paciente tiene seguro, ya que el valor total del tratamiento no se verá limitado por una variable presupuestaria individual, sumado a que acepta que lo recomendado por su médico es correcto.6
El médico es quien define el costo de oportunidad de tomar determinadas decisiones económicas a partir de sus decisiones sanitarias diagnósticas o terapéuticas (los actos médicos tienen costos) y genera gastos mayores o menores respecto de otros pacientes, de forma tal que la provisión ilimitada puede ser tan equitativa como ineficiente, al no poder valorar el consumidor en forma racional la cantidad de asistencia que requiere.
Aquí subyace uno de los principales problemas de la regulación de las imperfecciones del mercado sanitario. El médico y el “complejo médico-industrial” del que forma parte como principal estructura operativa de la función de producción sanitaria dentro del sistema de salud, se transforman en causa y consecuencia del gasto del sector y su variabilidad. Tanto es así que los propios médicos constituyen un sector de peso relativo dentro de la actividad terciaria o de servicios de la economía nacional, ya que su actividad moviliza –a partir de la gestión clínica (microgestión)– más del 7% promedio del producto bruto interno (PBI) nacional, y el 6.9% del PBI latinoamericano.
En el presente trabajo, la cuestión de la microeconomía de la gestión clínica aparece como un factor esencial a analizar, en función de los criterios que los profesionales utilizan al momento de la toma de decisiones frente a sus pacientes. Más allá de que existan variaciones francamente arbitrarias en la forma como practican la medicina asistencial, ciertas cuestiones asociadas ponen en tela de juicio la manera en que éstos indican los tratamientos y las tecnologías en la gestión clínica, básicamente su efectividad y la uniformidad de criterio respecto de los mismos. En muchos casos la autonomía profesional, más la ausencia de explicaciones razonables como la morbilidad, la accesibilidad o las propias preferencias de los pacientes, establecen algunas dudas respecto del adecuado perfil de dichas prácticas y su contexto.7
De allí cierto cuestionamiento respecto de la legitimidad de los criterios a partir de los cuales se toman decisiones en la gestión clínica diaria y la necesidad de incorporar al análisis de tales decisiones aspectos como la evidencia en función de la eficiencia, la eficacia y la efectividad de las prestaciones, así como las razones existentes entre la variabilidad de la práctica profesional, los costos de la atención de salud y la necesidad de vincular paradigmas económicos con cuestiones bioéticas y legales, que forman la base de la equidad en cuanto a la asignación de recursos.

Economía de la macrogestión sanitaria. Una vía hacia la búsqueda de eficiencia con equidad
Suele decirse que la dimensión territorial de la gestión sanitaria es el punto desde donde se logra visualizar mejor la congruencia entre demanda y oferta de servicios de salud. Por un lado, a partir de la mayor proximidad entre la prestación del servicio de salud y el paciente. Y por otro, ciertas cuestiones políticas e institucionales vinculadas a la mayor eficiencia institucional inducida por la competencia local. Precisamente, cuestiones como la descentralización suelen ser respuestas adecuadas a la búsqueda de una mayor eficiencia en la asignación funcional del gasto sectorial, así como de la efectividad de las políticas públicas de salud, implementando una serie de instrumentos económicos que permitan acercar las decisiones a los usuarios del sistema de salud y a la vez mejorar cuestiones históricas como las transferencias financieras, asociando incentivos a la gestión sanitaria integral.8
Cuando se analiza el mercado desde su visión tradicional, los resultados de una gestión eficiente se expresan como incremento de las ganancias privadas y no como mejora complementaria de la eficacia social. En un mercado competitivo, la eficiencia implica no sólo reducir costos sino aumentar la calidad de los resultados, como objetivo para apropiarse de una mayor cuota de mercado. Cuando se trata de monopolios naturales (servicios estatales) u oligopolios artificiales o no naturales (ciertos servicios privados o privatizados), la cuestión de la eficiencia no puede ser apropiada por la competencia, sumado a que el precio resultante de prestar el servicio resulta mucho más elevado que el costo marginal de producirlo (precio de monopolio).
En un mercado imperfecto como el sanitario, integrado por oligopolios de proveedores del lado de la oferta, y oligopsonios de consumidores/pacientes vía aseguradores públicos, semipúblicos o privados del lado de la demanda –en un entorno en el que priva la asimetría de información– ciertos mecanismos propios de uno u otro sector pueden afectar la eficiencia y la equidad, dejando a los consumidores individuales inermes y enfrentados a barreras que condicionan desigualdades y erosionan la eficacia social del sistema de salud. Tal el caso de la selección de riesgo o descreme (cream skimming) por la cual se elige aquellos que menos probabilidades tienen de discriminar gastos en función del bajo riesgo de incidencia de enfermedad, o de la segmentación artificial del mercado creando nichos sobre la base de la sustitución tecnológica que permiten diferenciar producto con elevación del costo, a lo que se suma la exclusión de cobertura para condiciones de enfermedad preexistentes o bien la información sesgada en la relación cobertura/calidad.
¿Puede la economía en el campo sanitario ayudar al logro de mayor eficiencia y a partir de ella alcanzar la equidad que se diluye en otros campos de la esfera social? Ciertamente, la economía de la gestión sanitaria incorpora componentes normativos que procuran definir las intervenciones y sus consecuencias en relación con la forma de provisión más eficiente y equitativa entre las diversas alternativas posibles.9 Resulta difícil introducir en la medicina conceptos de racionalidad económica. Más aun cuando priman juicios de valor y cuestiones éticas. Pero ciertos esquemas de análisis económico aplicados al sector salud han posibilitado incorporar los conceptos de eficiencia y eficacia en la gestión integral de los recursos con que se cuenta, así como analizar los procesos que configuran la producción de los servicios de salud, identificar sus costos de producción y de transacción y evaluar costo-efectivamente los resultados, midiéndolos a su vez en términos de productos intermedios y finales.
Tanto los consumidores como quienes los aseguran, más los que prestan servicios de salud y los que proveen insumos (medicamentos, etc.), se integran en las funciones de financiación y provisión de los servicios, de disponibilidad de información relevante acerca de costos y beneficios y de conocimientos respecto de la calidad de los servicios o tratamientos. En este “cuadrado funcional”, el Estado es quien debe mantener el poder de coerción, basado en la regulación y el control, con el objeto de maximizar el bienestar de la sociedad y evitar exclusiones e inequidades. Mediante mecanismos de regulación es posible establecer reglas de juego que permitan cierto equilibrio en el sistema, mejorar la equidad, garantizar calidad, disminuir costos artificiales y satisfacer la necesidad real de los beneficiarios.
La política regulatoria, si cuenta con normas precisas y transparentes, trasciende la concepción restrictiva de proveer sólo incentivos adecuados para garantizar un óptimo de eficiencia dentro del libre juego de los actores del mercado sanitario, para extenderse a aspectos concretos de ciudadanía y sus derechos. No sólo permite resguardar intereses, sino que evita la exclusión de diferentes sectores sociales sin poder de renta a partir de la lógica del consumidor que posee el mercado. En este marco, el Estado retiene para sí la potestad de “gobernar” el mercado sanitario, transformándose en sostén básico y salvaguarda de la equidad social.10 De allí que el establecimiento de un adecuado poder regulador de la producción y distribución pluralista descentralizada de los bienes y servicios de interés publico deba ser el instrumento para corregir inequidades y preservar la eficacia social del sistema de salud.
En el campo de la justicia distributiva, si bien eficiencia y equidad son términos casi antagónicos y requieren ser tratados en forma separada, hay un aspecto central que los une y que tiene que ver con los distintos valores sociales que dan lugar a juicios respecto de uno y otro. Algunos se basan en preferencias individuales, mientras otros provienen de valores extrínsecos a lo individual; por ejemplo, criterios filosóficos de tipo moral vinculados con el derecho al resultado del propio esfuerzo, o a la concepción rawlsiana de la justicia.
Quizá llegado este punto haya que dejar sentado que, frente al mercado sanitario, la intervención estatal adquiere sentido básicamente como regulación no sólo económica sino, lo más importante, social.
Las regulaciones deben establecer las condiciones mínimas, instrumentos y procedimientos de penalización para que puedan alcanzarse los objetivos sociales en salud, evitando las distorsiones o las presiones corporativas. Sólo así puede lograrse preservar un cierto orden en las relaciones de producción, comercialización y distribución de los recursos sanitarios (ejercicio profesional, parámetros de calidad institucional y prestacional, precios de medicamentos e insumos, transferencia tecnológica, investigación, etc.) en función de los principios básicos de solidaridad y equidad.11
Planteado en términos de protección de los derechos de ciudadanía aplicados a la salud, la intervención regulatoria permite tratar ésta como un bien cuasi público –un “bien meritorio”– a mitad de camino entre el concepto de lo público y lo privado. Al incorporarle “valor de naturaleza no comercial”, el Estado procura, desde lo económico, generar un efecto redistributivo sobre la financiación disponible para dar cobertura, sobre la base de los derechos sociales y constitucionales vigentes, y también por consideraciones de equidad, evitando que la búsqueda de eficiencia se desentienda de la misma. Fortalece así la obligación del Estado de preservar el carácter de “bien social” de la salud, independientemente del que adquieran los submercados que conforman los servicios de salud y de cómo se interrelacionen para dar respuesta a la enfermedad.

Economía de la microgestión sanitaria. El impacto de las decisiones
Si la ecuación productos/procesos/resultados en la gestión sanitaria se expresa económicamente como un costo de oportunidad, tratar eficazmente la enfermedad no resulta un simple problema de costos sino, por el contrario, una compleja combinación entre asignación y aplicación técnicamente eficiente y humanamente racional de los recursos disponibles, dejando de lado cuestiones contables.
En el escenario de la salud, tal como lo establece Ortún, “la mayor parte del gasto sanitario se debe a un aumento de la prestación real media por persona (cantidad y calidad de la atención médica provista) debido a una población más informada y a la incorporación constante de innovaciones tecnológicas tanto de productos (fármacos)12 como de procesos (técnicas de diagnóstico y tratamiento)”. Particularmente, todo esto es condición de la microgestión clínica, dado que la práctica de la medicina se caracteriza por la toma de decisiones en situaciones de incertidumbre y bajo condiciones clínicas que no poseen un marco de efectividad contrastada, lo que lleva muchas veces a la aplicación de tecnologías de baja o dudosa efectividad.13
Como en salud la oferta es capaz de articular su propia demanda (ley de Say de la economía clásica), una eventual sobreoferta de recursos puede compensarse a partir de inducir su mayor utilización.14 Es llamativa la imposibilidad del propio mercado de la salud para regularse racionalmente, establecer una competencia eficiente entre sus agentes económicos y no comprometerse irracionalmente en una escalada de costos, más aun cuando la diferenciación alcanzada por la propiedad de tecnología de punta permita competir eventualmente por calidad y complejidad. Naturalmente, existen controversias en relación con la diferencia entre beneficio individual/beneficio colectivo, entre los criterios de eficiencia y equidad en la asignación de recursos y en cuanto a la dificultad para definir quién y en qué condiciones asume el costo de oportunidad de no ofrecer un determinado tratamiento o producto a pacientes individuales.
La demanda habrá de comportarse como totalmente inelástica si el paciente tiene un seguro de cobertura de gastos, ya que el costo final del tratamiento no se halla limitado por una variable presupuestaria individual, más aun si acepta de hecho que el tratamiento recomendado por su médico es el correcto.15 Todo esto se ve favorecido por cierta debilidad de origen de los aspectos microrregulatorios del modelo sanitario. En este escenario, se suma la aleatoriedad de resultados de ciertas tecnologías novedosas dentro de un esquema de constante innovación schumpeteriana con escasa o nula efectividad comprobada, lo que conlleva a una serie de encrucijadas éticas y económicas.
Se hace notorio un avance sostenido del complejo médico-industrial sobre la frontera de lo ético. Y nuevamente, el dilema ético reside en que la necesidad de asistencia viene determinada por el médico en función de la cantidad de “unidades de salud” que se supone deberían consumirse para recuperar la salud hasta el nivel esperado, en el punto donde el costo marginal de proveerla iguala al beneficio marginal de recuperarla.
En el último tiempo es evidente la mayor controversia entre los criterios de eficiencia y de equidad en la microasignación de recursos, básicamente centrados en el conflicto entre el desarrollo tecnológico y cierta “eficiencia utilitarista”, en la cual no sólo se desconoce la efectividad de los resultados sino los costos de cada intervención. Precisamente en la microgestión sanitaria el médico resulta ser el agente económico fundamental del sistema, ya que asigna más del 80% de los recursos financieros en millares de decisiones diagnóstico-terapéuticas tomadas diariamente en razón de su autonomía profesional y ante condiciones de incertidumbre y variabilidad de criterios, para lo cual gestiona, coordina y motiva a otras personas del propio servicio o de servicios centrales y de apoyo.
Para cada acto médico existe una relación entre paciente y profesional estrictamente individual y regida por los principios básicos de beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia. Pero la decisión médica individual, aplicada a situaciones clínicas particulares, se presenta como motorizador del gasto. Agotadas las posibilidades de tratamiento de alta efectividad, queda abierta la variabilidad de criterio, situación cuyos límites son tanto ético-médicos como económicos. Y precisamente en este contexto, los límites bioéticos y económicos entre máxima beneficencia y no maleficencia –en la práctica– son difíciles de establecer, y más difíciles aun de controlar. Circunstancias como la denominada “regla del rescate” resultan polarizadoras del gasto, especialmente cuando no existen suficientes evaluaciones costo-efectivas sobre las consecuencias económicas que se derivan de las decisiones tomadas.
Le “regla del rescate” constituye el punto límite en el cual se entrecruzan costo y efectividad para delimitar que una unidad más de salud, y su costo implícito (costo marginal) no genera simultáneamente una unidad más de beneficio (utilidad marginal) en términos de efectividad clínica. El desarrollo tecnológico, el dilema ético, la cuestión económica y la responsabilidad profesional se entremezclan difusamente frente a la equívoca percepción de la sociedad respecto de las posibilidades reales de intervención que la tecnología ofrece para preservar o recuperar la salud perdida.
La transmisión de información referida a la medicina y sus posibilidades terapéuticas, con juicios de valor por parte de los medios de difusión, abre expectativas en la comunidad a menudo asimétricas en relación con la posibilidad de respuesta efectiva, y pueden tener graves consecuencias jurídicas y sociales.17 De allí que también cierta cuestión ética en la información de los avances médicos, tecnológicos y de investigación aplicada o en fase experimental por parte de la prensa debería ser un principio central de toda noticia, teniendo en claro que cualquier información o noticia no debería condicionar la priorización de lo individual sobre el beneficio colectivo, ya que la política sanitaria exige procurar que los recursos existentes se asignen y distribuyan de acuerdo con el interés global de la sociedad, y no sólo según el bien individual de cada paciente.
Cuando se ha superado la posibilidad de respuesta clínica efectiva, comienza automáticamente la ineficiencia de costos. En este punto de la microgestión se hace necesario gestionar la perspectiva social de la regla del rescate resolviendo su problema científico, ético y económico, y al mismo tiempo gestionar la perspectiva médica que ésta posee. Para lograrlo es necesario llenar el vacío entre eficacia y efectividad de tecnologías, productos y procesos mediante la investigación de los resultados, para reducir los márgenes de variabilidad de criterio y monitoreando la costo-efectividad de las intervenciones médicas, y procurar en forma simultánea una mejora en el aspecto legal de la responsabilidad profesional. La cuestión reside en establecer límites en el cruce entre costo-efectividad y “regla del rescate”, y al mismo tiempo evitar la aplicación indiscriminada de técnicas de apoyo vital y tratamientos no adecuados a pacientes con muy escasa o ninguna posibilidad de recuperación, así como el uso de nuevas tecnologías en alternativas de efectividad escasa o desconocida.
Si en la macrogestión priorizar es decidir entre dos o más programas o finalidades alternativas, en la microgestión priorizar consiste en tomar decisiones unilaterales que afectan directamente al individuo-paciente. En ambos casos se requiere incorporar el correspondiente costo de oportunidad de las mismas.
En tal sentido, la etapa de la medicina basada en la evidencia debería comenzar a virar perceptiblemente hacia la medicina basada en la eficiencia, centrada en la necesidad de alcanzar la mejor ecuación costo-resultado de las alternativas terapéuticas, al tiempo de permitir que los recursos existentes se asignen y distribuyan en función del interés global de la sociedad y no sólo del bienestar individual del paciente.

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