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EL MODELO PERSONALISTA EN BIOÉTICA: LA PERSONA EN EL CENTRO DE LA PRÁCTICA MÉDICA
(especial para SIIC © Derechos reservados)
Autor:
Maria de la Victoria Rosales
Columnista Experta de SIIC

Institución:
Hospital Zonal General de Agudos Mi Pueblo

Artículos publicados por Maria de la Victoria Rosales 
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Conclusión breve
El posicionamiento del personalismo ontológicamente fundado permite una visión integral de la persona humana, tomando en cuenta no solo aspectos físicos, sino también psicológicos y espirituales, sin reducirse ni a espiritualismos desencarnados ni a biologismos reductivistas. Esto indica responder en primer lugar a la cuestión sobre el valor de la persona, sus prerrogativas y sus deberes.

Resumen

El posicionamiento del personalismo ontológicamente fundado permite una visión integral de la persona humana, tomando en cuenta no solo aspectos físicos, sino también psicológicos y espirituales, sin reducirse ni a espiritualismos desencarnados ni a biologismos reductivistas. Se subraya el valor de la persona, sus prerrogativas y sus deberes. La vigencia de esta postura muestra su utilidad al momento de realizar una reflexión bioética acerca del manejo de la empatía como recurso fundamental frente a la toma de decisiones al final de la vida. Reflexión que capta al hombre como unidad corporal anímica y a la empatía como habilidad cognitiva, emocional-afectiva, que permite vivenciar la situación emocional del otro y transformar el encuentro clínico con el enfermo en un acto solidario y responsable que habilite y sostenga con los cuidados. Brinda la oportunidad de comprobar la dependencia de los fenómenos corporales respecto de los anímicos y viceversa.

Palabras clave
cuidados críticos, ética, eticistas, empatía, toma de decisiones

Clasificación en siicsalud
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Especialidades
Principal: BioéticaSalud Mental
Relacionadas: Cuidados IntensivosEducación MédicaOncología

Enviar correspondencia a:
M Victoria Rosales, Hospital Zonal General de Agudos Mi Pueblo, Florencio Varela, Argentina


The personalistic model in bioethics: the person at the center of medical practice

Abstract
The positioning of ontologically founded personalism allows for a comprehensive vision of the human person, taking into account not only physical aspects but also psychological and spiritual ones, without being reduced to either disembodied spiritualisms or reductivist biologisms. The value of the human being, his/her prerogatives, and his/her duties are underlined. The validity of this position shows its usefulness when carrying out a bioethical reflection on the management of empathy as a fundamental resource when making decisions at the end of life. Reflection captures the human being as a bodily-animal unit and empathy as a cognitive, emotional-affective ability, which allows experiencing the emotional situation of the other human being and transforming the clinical encounter with the patient into a supportive and responsible act that enables and

sustains care. It provides the opportunity to verify the dependence of bodily phenomena on mental ones and vice versa.


Key words
critical care, ethics, ethicists, empathy, decision making


EL MODELO PERSONALISTA EN BIOÉTICA: LA PERSONA EN EL CENTRO DE LA PRÁCTICA MÉDICA

(especial para SIIC © Derechos reservados)
Artículo completo
Introducción

En situación de enfermedad terminal y frente a un padecimiento insoportable, un paciente solicita ayuda para morir, de modo de poner fin al sufrimiento que considera inútil. Esto implica para el médico, por un lado, poder percibir el posible sufrimiento experimentado por el paciente, y por el otro, tener la intención de una conducta de ayuda frente a una escena que se despliega, vinculando erróneamente la petición del paciente al concepto de dignidad humana, y muestra cómo se ha roto el equilibrio entre la autonomía del enfermo y el criterio médico del profesional a cargo, quien, fiel a las buenas prácticas de su arte, es llamado siempre a curar o paliar el dolor, y jamás a dar muerte, ni siquiera movido por las apremiantes solicitudes de cualquier persona.
El acceso a la temática de final de vida se realiza considerando muy especialmente no solo el valor fundamental de la vida física corporal (que no es extrínseca a la persona, la vida corporal no agota toda la riqueza de la persona, la cual es –ante todo– espíritu por el cual trasciende al cuerpo mismo y su temporalidad), sino también el del dolor, de la enfermedad, de la muerte y de la relación libertad-responsabilidad, que orienta la conducta y permite tomar decisiones.
El posicionamiento del personalismo ontológicamente fundado permite una visión integral de la persona humana, tomando en cuenta no solo aspectos físicos, sino también psicológicos y espirituales, sin reducirse ni a espiritualismos desencarnados ni a biologismos reductivistas. Esto indica responder en primer lugar a la cuestión sobre el valor de la persona, sus prerrogativas y sus deberes. La vigencia de esta postura muestra su utilidad al momento de realizar una reflexión bioética acerca del manejo de la empatía como recurso fundamental frente a la toma de decisiones al final de la vida.

El enfoque personalista proviene de una larga tradición del pensamiento surgido en Europa alrededor de los años 30 del siglo XX (entre sus representantes destacan, entre otros, Emmanuel Mounier, Gabriel Marcel, etcétera) y es introducido en la bioética a partir de la obra de Monseñor Sgreccia, cuyo trabajo académico, pastoral y de investigación ha estado siempre marcado por el respeto y la salvaguarda de la preciosidad y la dignidad de toda vida humana.
Uno de los grandes filósofos personalistas del siglo XX fue Karol Wojtyla, formado en el tomismo y en la fenomenología, que aplicó la perspectiva personalista a grandes temas como el amor, la experiencia, la libertad y la moralidad, entre otros. Su preocupación primordial es la pregunta por el hombre, centrada en la defensa de la dignidad de la persona humana.1

Una lectura posible de su obra Persona y acción, descubre la necesidad del autor de construir una antropología potente y novedosa, mientras se afirmaba en su mente la necesidad de unificar tomismo y fenomenología. Uno proporciona la base realista y ontológica sobre la cual construir una sólida visión del ser humano, y la otra proporciona la conexión con los temas aportados por la filosofía moderna (yo, autoconciencia, subjetividad, etc.). Persona y acción responde a un doble objetivo: solventar una necesidad de las investigaciones éticas y realizar una nueva formulación antropológica de cuño personalista. Wojtyla afrontó el tema con radicalidad y profundidad, elevó y transformó el imperativo de Kant que señala que la dignidad humana es contraria a cualquier tipo de instrumentalización, superando el enunciado negativo (que no hace justicia a lo que realmente merece la persona) con una regla positiva de inspiración cristiana, la norma personalista: “la persona es un bien tal que solo el amor puede dictar la actitud apropiada y valedera respecto de ella”.2

La posición antropológica de Karol Wojtyla analiza la persona centrándose en el estudio de la estructura ontológica del ser de la persona; el acto humano es observado y aprehendido como una realidad que revela el ser de la persona ,y en ese acto es donde le es posible identificar aquello que es propiamente humano; persona y acción no son entendidas por Wojtyla como un dualismo, como dos realidades separadas, sino como dos identidades de una única realidad, y es el acto reconocido como la manifestación de la interioridad humana, que está sujeta siempre a una condición comunitaria al mismo tiempo que trascendente, ambas irreductibles. Wojtyla postula que es la acción de la persona la que muestra su ser, el acto humano prueba y expresa la búsqueda incesante de autodeterminación y realización, ordenadas ambas realidades por la ejecución de la libertad, y esta última por la verdad. Sostiene que la persona es el fundamento que justifica la regla ética, argumentando que solo una ética que se despliega de un itinerario diseñado en torno a la felicidad humana puede responder a las necesidades y los retos del hombre contemporáneo envuelto en el utilitarismo, la falta de solidaridad y el egoísmo. Su óptica antropológica siempre dinámica muestra, en virtud de la unidad sustancial del cuerpo y su alma espiritual, la naturaleza de la persona humana, su unidad sustancial o su totalidad unificada, encarnación de la capacidad de amar como entrega de sí. El personalismo wojtyliano es la expresión directa de un hombre sobre el hombre, sobre el ser humano en cuanto persona en acto (en acción) que intenta desentrañar todos los compuestos de la experiencia y la existencia humana y arribar al discernimiento de lo que es específicamente humano, como defensa de la dignidad de la persona con el principio de humanidad, que consiste en el reconocimiento del otro como el fundamento cardinal de referencia, de la misma manera que se tiene conciencia de sí mismo y como miembro de la misma realidad en la que se encuentra el hombre ubicado. Los contenidos del personalismo que atrajeron más su atención fueron la irreductibilidad de la persona, el reconocimiento y la afirmación de que la persona no puede, en ningún caso, ser suplantada por alguna otra categoría, yaque si la persona es un sujeto, no es por tanto un mero objeto de entendimiento; la acción del ser humano, afirma Wojtyla, es elemento irreductible, y como ejemplo sitúa una de las más significativas de sus acciones: la vinculación de su yo con un de otro mediante el lenguaje dialógico, que construye relaciones interpersonales, idea que alude a una de las características más básicas del ser de la persona, que es ser y estar en y con los otros, en comunidad. Acerca de las características esenciales del hombre, Wojtyla arriba al cimiento de la naturaleza humana desde la ética, y a la ética por medio de la naturaleza humana. Sostiene que la persona es sujeto de moralidad y, al mismo tiempo, su naturaleza racional es la base de la moralidad, porque es a ella a quien corresponde y sobre la que recae toda la responsabilidad de la racionalidad y lo que ella comporta. El significado de razón es explicitado de tal modo que sea entendido no solo como la capacidad de crear nociones o argumentaciones genéricas o de expresar juicios, sino además como la capacidad inherente a la persona de conocer la verdad , porque la relación del hombre con esta es de carácter natural; la racionalidad, es al mismo tiempo, la capacidad–afirma el filósofo– de acoger la verdad sobre el bien y la verdad sobre las cosas buenas, bien que siempre está en relación con las facultades y los deseos humanos por alcanzar la plenitud. De la misma manera que la racionalidad es atributo característico de la naturaleza humana, lo es también la libertad como atributo de su naturaleza racional.1


El modelo personalista en bioética

Elio Sgreccia enseña y promueve un pensamiento bioético cuya base es la persona: la vida humana es ante todo un valor natural, racionalmente conocido por todos cuantos hacen uso de la razón. El valor de la persona humana es intocable.3 Este marco adopta una antropología filosófica de referencia que tiene en cuenta a la persona humana en su totalidad, considerando el espacio que habita y el tiempo en que vive y vivirá.

Por lo tanto, habrá que aclarar quién es el hombre, cuál es su valor y su destino. Y cuando se habla del hombre en cuanto hombre, de su origen y de su destino, se busca lo que es común a todo hombre, su dignidad y su trascendencia. Asimismo, la incidencia del factor personal –psicológico y espiritual– en todo el ámbito de la asistencia médica es el elemento decisivo no solo en la evaluación del bienestar del enfermo, sino también en la evaluación del agente de salud.

El personalismo ontológico subraya que en la base de la subjetividad hay una existencia y una esencia constituida en la unidad cuerpo-espíritu. La persona es, siguiendo la clásica definición de Boecio, sustancia individual de naturaleza racional, y así la sustancia refiere a lo que tiene el ser en sí, en oposición a los accidentes, por lo que, aprendimos, no es un mero sustrato estático, sino un principio dinámico del que proviene y se funda toda actividad.4

La persona designa siempre lo singular, y el término individual indica que la persona no es el hombre universal, sino el hombre concreto, porque en el hombre la personalidad subsiste en la individualidad constituida por un cuerpo animado y estructurado por un espíritu.4 Al hombre se lo capta como unidad corporal anímica, y a la empatía como habilidad cognitiva, emocional-afectiva, que permite vivenciar la situación emocional del otro y transformar el encuentro clínico con el enfermo en un acto solidario y responsable que habilite y sostenga con los cuidados. Brinda la oportunidad de comprobar la dependencia de los fenómenos corporales respecto de los anímicos y viceversa.
Edith Stein postula que no podemos concebir la relación entre el cuerpo y el alma como si el cuerpo fuera lo realmente importante y el alma como si fuera algo que está meramente a su servicio. Se da más bien una unidad entre iguales, una materia formalizada vitalmente, cuya forma se manifiesta en la materia y, de manera simultánea, se expresa interiormente en la actualidad de la vida anímica.5 Santo Tomás de Aquino afirma que sentir no es una operación exclusiva del alma y que no es la única operación determinada del hombre, ya que le resulta evidente que el hombre no es solo alma, sino algo compuesto a partir del alma y del cuerpo.6

La persona humana es un individuo único, irrepetible e insustituible; implica el ser espiritual, capaz de ser dueño de sí y dueño de sus actos. Derisi sostiene que únicamente la persona posee el dominio sobre sus actos, dominio activo que le otorga el poder de ejecutar, o no, actos diferentes y hasta opuestos entre sí: poder que emana de la universalidad de su conocimiento, el cual engendra en la voluntad un poder de determinación que rebasa la apetibilidad o bondad de los objetos o bienes concretos.6 El personalismo sostiene que la persona vale por lo que es y no solo por las elecciones que lleva a cabo. Hay una fuente de la que emanan las elecciones. Según la ética personalista, el valor ético de un acto deberá ser considerado bajo el perfil subjetivo de la intencionalidad, pero también en su contenido objetivo y en sus consecuencias. La ley moral natural que impulsa toda conciencia a hacer el bien y a evitar el mal se concreta en el respeto de la persona en la totalidad de sus valores, en su esencia y dignidad ontológica.3


La dignidad de la persona humana

La dignidad de la persona humana es señalada como el centro de la reflexión ética que guía la práctica en el ámbito de la salud. El profesor doctor Edmund Pellegrino describe, en su artículo “La experiencia vivida de la dignidad humana”, que las personas experimentan su dignidad, y es esta una experiencia viva en las situaciones altamente sensibles de la enfermedad humana y de la cura. Primeramente, aclara que el concepto de dignidad al que suscribe asigna una dignidad inalienable, intrínseca a todos los seres humanos simplemente por su condición de humanos, para luego desarrollar el lineamiento que argumenta cómo la dignidad puede ser experiencia de vida.7

A partir de los avances de la biotecnología, la dignidad se ha convertido en un problema y es amenazada; es así que el autor señala que la bioética ha debido traspasar las fronteras de lo estrictamente médico para enfrentar el reclamo de la humanidad de una dignidad única y los derechos morales que ella otorga. Interroga acerca de la complejidad de la dignidad e invita a preguntarse si es solo una cualidad del ser humano, si se trata de la impronta de un Dios sobre los hombres, si se trata de una cuestión azarosa o de selección natural o si se trata de una cuestión religiosa encubierta en la bioética. La respuesta encontrada habla de las ideas bioéticas acerca del propósito y destino de la vida humana, respuesta que lo conduce a plantear que, para entender la dignidad humana, debe entenderse esta como una experiencia.

Pellegrino sostiene que es posible comprender lo inseparable que es la dignidad de la humanidad solo cuando se la ve amenazada, disminuida o ultrajada, ya que, de otro modo, su existencia suele darse por sentado. Señala que abundan ejemplos en la historia de la humanidad en los queocurrió la degradación del espíritu humano como consecuencia de la privación de la dignidad humana. La dignidad como experiencia de vida puede percibirse, afirma, cada vez que un hombre se enfrenta y responde a la valoración o desvalorización que tiene de sí mismo o que otros tienen de él. Por lo tanto, esto indica que la dignidad como experiencia vivida es el producto de una intersubjetividad e intrasubjetividad. El fenómeno conformado por las experiencias vividas de la dignidad está formado por los juicios de valor, conscientes o inconscientes, que las personas realizan ante sí mismas y ante los otros. Esta experiencia y esta imputación de la dignidad no tienen relación esencial con la realidad intrínseca. El autor señala la diferencia ontológica y advierte que no se debe confundir la dignidad extrínseca con la intrínseca. La dignidad humana intrínseca es la expresión del valor inherente a todo ser humano en cuanto ser humano. No puede perderse o ganarse, y es independiente de las opiniones humanas acerca del valor de la persona. La dignidad extrínseca es la evaluación del valor que las personas realizan sobre otros o sobre ellos mismos. Depende de mediciones subjetivas acerca de la conducta de una persona, su apariencia o su estatus social; de este modo, la dignidad extrínseca es atribuida y puede perderse u obtenerse dependiendo simplemente de un juicio absolutamente subjetivo. Pellegrino destaca la diferencia entre la dignidad inherente a todo ser humano y la forma en que la dignidad se percibe e imputa. Señala que suelen confundirse, y aun superponerse una a la otra, y elije el ámbito de la práctica clínica como aquel donde mostrar esta experiencia de la dignidad que describe. Se centra en las percepciones de los pacientes, en sus experiencias de dignidad.

Las experiencias de dignidad más complejas se encuentran resumidas para el autor en el encuentro clínico, en la relación central que se da entre el paciente y el médico. Describe al paciente como una persona necesitada, el ser alrededor del cual se centra el drama de una enfermedad, alguien que literalmente está llevando una carga, una persona que está sufriendo, está preocupada, ansiosa y asustada, y no puede continuar sin ayuda profesional. Este encuentro clínico es un fenómeno de intersubjetividad y, en este sentido, es señalado como el lugar para la experiencia de la dignidad humana y también su pérdida.

En estas consultas del paciente con el médico se entabla una relación en la que suelen aparecer preguntas silenciosas; la persona enferma se pregunta cómo se percibirá su situación, si su vulnerabilidad puede disminuir el respeto que merece como un ser humano, si su necesidad de ayuda se percibirá como la manifestación de una debilidad fisiológica o psicológica, si conservará su dignidad ante los ojos de quien espera que lo ayude. El admitir la necesidad de ayuda ubica a la persona en un estado de vulnerabilidad. La percepción que tiene el paciente de su independencia y libertad se encuentra expuesta, por necesidad, ante otra persona. La forma en que esa persona–el médico que lo recibe– responde a esa necesidad, puede preservar o socavar la percepción de la propia dignidad.

En momentos de sufrimiento, los pacientes a menudo pierden la confianza en su propio valor y dignidad. La gravedad de esa experiencia compromete a quienes lo rodean y acompañan–los médicos, las enfermeras y otros miembros del equipo de salud, su familia y sus amigos– a reasegurarle que su dignidad intrínseca es duradera e inviolable. Pellegrino afirma que para que este reaseguro sea auténtico, el paciente debe ser tratado con dignidad hasta el final.

Con respecto al modo en que el médico preserva la dignidad del paciente como ser racional, se destaca el respeto que debe tener por su libertad de realizar elecciones.


La persona del médico

La persona ocupa una posición central en el interior de la profesión médica porque la medicina es, por su naturaleza, una relación entre personas. La relación médico-paciente es considerada esencial y no solo como un complemento de la práctica médica. Es sabido que las enfermedades no son entidades abstractas desvinculadas del ser humano, sino que existen solo sujetos enfermos, personas con afecciones, vividas en forma diversa por cada paciente individual. No se debe olvidar, además, que la premisa fundamental de la profesión médica es el respeto por la persona humana.8

Nunziata Comoretto aborda la centralidad de la persona en la práctica médica y toma en cuenta que, por la experiencia de enfermedad y sufrimiento, la persona humana es ubicada como objeto peculiar de la medicina en tanto esta es inherente a la condición humana misma. Es relevante destacar que encuentra su núcleo antropológico y ético en la relación entre la vulnerabilidad provocada por la enfermedad y la compasión de quien brinda los cuidados médicos. Cuidando y atendiendo el cuerpo del paciente, es posible para el médico alcanzar a la persona en su plenitud humana, ya que cuando se ocupa del bienestar físico, alivia también su sufrimiento psíquico y espiritual. El hombre, al cual se le aplicarán los conocimientos médicos, constituye una unidad en la cual la dimensión espiritual es relevante, dando razón del valor ético propio de la persona humana.

Sostiene la autora que el personalismo ontológico devuelve la atención a la unidad sustancial corpóreo-espiritual de la persona como fundamento de su misma subjetividad. Los valores absolutos reconocidos son el ser y la dignidad de la persona, de los cuales se deriva el deber de respeto incondicionado por la persona humana y, en particular, el respeto de su inviolabilidad. En el interior de la perspectiva personalista, la promoción del ser y del valor de la persona en cuanto persona es la norma que marca la práctica del profesional de la salud.

Esta reflexión se extiende y describe dos lecturas posibles de la persona, en la que una describe a la persona entendida en un horizonte ontológico, como ser en sí con una especificidad propia y sobre todo con una dignidad, pero que encuentra, en otro distinto a él, el significado de su propia existencia; la segunda lectura entiende a la persona en un horizonte existencial, por la cual la experiencia de la enfermedad es vivida en la propia intimidad con toda su problemática, las dudas, las incertidumbres, las angustias que constituyen la vivencia de la persona en su búsqueda de sentido frente al suceso de la enfermedad, pero también su estar en relación con los otros.

La lectura ontológica, perspectiva en la cual el individuo humano es entendido en su integridad, le permite individualizar y describir dos propiedades esenciales y estructurales de la persona: la identidad y la integridad. La persistencia de la persona en el tiempo refiere a la identidad. La vida de la persona se desarrolla secuencialmente con muchas variaciones a lo largo del tiempo; sin embargo, la identidad, una vez constituida, se mantiene y confirma así que el yo personal es el mismo, aun después de cada variación. Por otro lado, la integridad hace referencia al cuerpo, se trata de todos los elementos que la componen y a través de los cuales se expresa. El cuerpo de una persona es la parte más expuesta y es la que más fácilmente puede ser agredida, incluso por la intervención médica. El cuerpo es, en la perspectiva personalista, una de las partes constitutivas de la persona misma, y todo aquello que le ocurre al cuerpo se refleja en la persona en su globalidad. Es posible afirmar que ese cuerpo sobre el que intervienen los médicos es el sujeto en cuanto a su expresividad exterior, por lo tanto, no puede ser considerado un objeto. Con respecto a la autonomía, la describe como el rasgo más importante del modo de ser exclusivo de la persona humana. Con conciencia de sí, el ser humano es un sujeto que decide por sí mismo, que reflexiona sobre sí mismo y con libertad puede decidir sobre aquello que quiere o no. Uno de los errores más frecuentes de la práctica es traducir esta autonomía como individualismo exagerado, que no logra otro resultado que el de aislar al individuo. Pero se sabe que el hombre es un ser social, no puede ser pensado como un ser aislado. Justamente, la racionalidad individualiza en la persona humana su capacidad de establecer relaciones interpersonales que son esenciales para su existencia. Por último, Comoretto señala la autotrascendencia como la propiedad de la persona humana a través de la cual el hombre percibe que siempre puede tender a más de lo que es y que existe un límite a sus funciones naturales fundamentales. Afirma que es a través de la autotrascendencia como el hombre traza un horizonte para su vida, horizonte que, según la autora, se plantea infinito y surge de la relación ontológica con Dios.
Con respecto al vínculo con el médico, menciona que se establece una relación marcada por la dependencia del enfermo que desencadena en el profesional que se ocupe de su cuidado. Si bien se dijo que las relaciones entre los hombres son de una dependencia recíproca, en tanto seres gregarios, esta dependencia se manifiesta de una forma más pronunciada en situaciones de enfermedad, de dolor o de sufrimiento, y marca una de las más importantes responsabilidades a asumir desde la persona del médico hacia su paciente. Esa dependencia producto del estar enfermo lleva al profesional de la salud a prestar a cada individuo la ayuda que necesita, más allá de que la necesidad haya sido expresada por el paciente o no.

El reconocimiento de la interdependencia entre los seres humanos es lo que fundamenta la ética de la atención médica, que valoriza la dimensión de los cuidados y que promueve la práctica de los buenos cuidados médicos como valor fundamental de la existencia humana, actitud moral y profesional. Estos buenos cuidados permiten que surjan los valores del empeño, la solidaridad y la sensibilidad moral, valores que suelen quedar al margen en interpretaciones contemporáneas de la praxis médica. La perspectiva personalista revela el encuentro entre seres humanos que acontece en un acto médico, lo que inserta su obrar en un contexto moral. No debe olvidarse que el médico tiene como fin siempre realizar el bien del paciente. Esto coloca como referencia fundamental de la praxis al paciente como persona. Partir del reconocimiento de la dignidad de la persona humana, extendiéndose desde la inviolabilidad de su vida a la promoción de la manifestación de su ser en cuanto persona, resistiéndose a tratar al sujeto paciente como un instrumento, exigiendo el reconocimiento de su humanidad y que esta sea el fin y no el medio, son indicaciones que orientan las prácticas, al mismo tiempo que detienen las tendencias a mortificar la forma de vivir que tiene el enfermo, no considerar su libertad y autonomía, tratarlo de un modo inadecuado o discriminarlo respecto de otros.

Cada enfermo es irrepetible y esto hace que cada cuadro clínico difiera de su presentación teórica. Atender a un paciente supone una relación interhumana, cargada de las vivencias existenciales del paciente y del médico; ambos están situados en un contexto histórico, de costumbres y valores morales, ambos portando el significado de su historia individual. Todos estos factores son los que hacen que el enfermo perciba subjetivamente su situación patológica y que el médico, a su vez, realice sus intervenciones desde sus propias significaciones; será preciso intervenir de tal modo de no obstaculizar la intervención del paciente en el proceso de curación o tratamiento. Al mismo tiempo, los valores deben primar sobre las normas y sobre los procedimientos que conllevan una decisión; el qué se debe hacer solo adquiere sentido si se sabe por qué se debe hacer. Que la referencia sea el paciente en cuanto persona implica su realidad entera: cuerpo y espíritu, relación e interioridad, vinculado y libre, individual y solidario.

Pellegrino introduce las virtudes médicas, aludiendo al conjunto compuesto por la vulnerabilidad del hombre enfermo, las obligaciones morales del médico y la naturaleza de la enfermedad.9 Menciona conceptos como sanación y ayuda, y afirma que constituyen el núcleo fenoménico profundo y dramático del que emana la moralidad interna de la profesión médica. Refiere a la virtud entendida como el conjunto de hábitos de comportamiento que permiten realizar un acto, comportarse ante las cosas y los hombres con la mejor adecuación y la máxima perfección; se incluyen aquí la ponderación y la prudencia, con las cuales tomar las mejores decisiones en las complejas situaciones de la vida. La virtud es descrita como un rasgo adquirido del carácter que facilita la excelencia de los seres humanos. En tanto se trata de hábitos repetitivos en el obrar, se transforma en una disposición permanente del modo de ser, que surge luego de un modo natural, escribe Pellegrino. Sostiene que las claves esenciales de un buen profesional implican, además de la competencia técnica, una poderosa exigencia de virtudes humanas. La virtud, menciona Pellegrino, es un rasgo del carácter que dispone de un modo habitual a la persona que lo posee a una excelencia en la intención y el cumplimiento respecto al telos específico de una determinada actividad humana que, en el ámbito de la medicina, podría ser sanar a los enfermos.

Pellegrino propone buscar la excelencia en los hábitos del acto bueno en la relación médico paciente y, para ello, habla del encuentro clínico; lo define como la intercomunicación entre una persona vulnerada por la enfermedad que busca curación y ayuda y un profesional de la medicina dispuesto a procurarla. Al encuentro clínico lo define como el fin de la medicina, orientado al bien del enfermo.

La curación y la ayuda podrían ser áquellas disposiciones que capacitan para sanar bien, con excelencia y eficacia, según el autor, y son las virtudes básicas de los profesionales de la salud. Pellegrino las denomina virtudes internas. La lista de virtudes que puede definir el “bien” del médico fue escrita en el libro The Virtues in Medical Practice y son las siguientes: fidelidad a la confianza, compasión, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, integridad y desprendimiento altruista. Sin embargo, es importante aclarar que, en otros textos, este autor parece introducir nuevas virtudes o modificar la denominación de alguna de las ya formuladas, añadiendo la benevolencia, la honestidad, el valor y la veracidad, como virtudes también propias del encuentro clínico.

El fin inmediato no es solo ser curado o aliviado en el dolor, si bien es eso, también se incluye la esperanza de ser incorporado por el médico, en los momentos decisivos, a una relación de ayuda y protección; a un diálogo esperanzado que asegure al enfermo que se hará todo lo posible frente al dolor, la discapacidad y el riesgo de muerte; y que, además, se respetará su opinión y sus convicciones. Pellegrino afirma que no se trata de un problema técnico, sino que se trata de un arte que no es posible improvisar, porque es una sabiduría práctica que procede del hábito de conocer a fondo la situación emocional de cada enfermo.10



Custodiar la vida

Algunas reflexiones en sede teológica podrían ayudar al bioeticista a orientarse y a descubrir nuevos derroteros para pensar la persona humana no solo en una dimensión contingente, corpórea y finita, sino también con otra dimensión, la espiritual, que la considera como ser que no se sacia con lo temporal, sino que anhela una Verdad y una Justicia que nunca terminen. Los autores que presentaré a continuación sostienen que el misterio de la persona humana precisamente se encuentra en el hecho de que es criatura, es un ser en el mundo, pero tiene una imagen y semejanza constitutiva con lo divino y, de alguna manera, participa de ello, lo que vuelve a la vida humana sagrada e inviolable en cada momento de su existencia.
Como ya se ha mencionado anteriormente, la base del personalismo ontológico es el enunciado que afirma que el hombre es siempre una persona, el hombre es un individuo distinto de todos los demás. Esta base señala el valor central de la persona y se afirma superada la tentación reduccionista de considerarla como tal, solo a partir del ejercicio de la autoconciencia; esto abre el camino que conduce a una valoración más profunda de la persona, que no se basa en el obrar sino en el ser.11 La propuesta personalista hace constante referencias a la realidad corporal/espiritual de la existencia humana, al orden creado y a la permanencia de la ley natural escrita en el corazón de cada hombre. El hecho de asumir que posee un camino moral a partir de su propia naturaleza, así como el reconocimiento explícito de esta, el valor del libre albedrío en las decisiones humanas y la referencia a Dios como su fin último, deja sentados sus pilares fundamentales. Elio Sgreccia presenta el valor central de la persona: que el hombre represente un vértice en la vida del universo en el reino constituido por las varias formas de vida no es negado por nadie, tanto el científico como el filósofo…3 Postura que resulta cuestionada, por ejemplo, por planteamientos conductistas, estructuralistas, sociobiológicos, etc., que lo degradan al nivel del animal o, incluso, de la máquina, cifrando la diferencia entre el ser humano y las demás especies animales a un conjunto de datos meramente cuantitativos.

Inclinado frente al sufrimiento de su paciente enfermo, el equipo médico se encuentra en la misión de proteger la vida débil y conservar la dignidad del individuo. En esta escena, el elemento que no debe variar, sino todo lo contrario, volverse criterio común, es aquel que considera que la persona humana debe ser custodiada y defendida desde su concepción hasta su muerte… y de esta forma avanzar en el camino de la bioética que pone el bien de cada hombre por encima de todo otro interés.11

Para la interpretación personalista el hombre no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo, es una corporeidad, aunque no se agota en ella. Juan Pablo II lo acentúa: se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual. El hombre no es algo ya hecho, sino que es algo que se está haciendo, una estructura abierta, dinámica, transformante, pero siempre sujeto libre y responsable. En este completarse continuamente puede ordenarse y gobernarse a sí mismo y buscar los bienes que le son necesarios para el perfeccionamiento integral como persona. En esa búsqueda podrá incurrir a su interioridad.12Con su razón, el hombre desde siempre se interroga sobre todas las cosas. En la encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II considera esta premisa del hombre, que quiere conocer la verdad y dice: “Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas”.13Esta búsqueda tiende hacia una verdad que pueda explicar el sentido de la vida. Esta verdad también se encuentra en el testimonio de los otros, lo cual forma parte de la existencia normal de una persona: “En la vida de un hombre, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal”.13 San Agustín de Hipona sostiene que no es posible que el camino de la verdad esté cerrado a la mente humana; afirma que si el hombre no la encuentra, es porque ignora o desprecia el método para buscarla. Comprende que razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar para conducir al hombre al conocimiento de la verdad y que cada cual tiene un primado propio.14

Pensar la práctica profesional tomando en cuenta el ejemplo y las enseñanzas agustinianas se plantea como un reconocimiento a la doble dimensión de una sola verdad, la de Dios y la del hombre; una verdad recreada y adaptada para un ser humano sumergido en el mundo y sometido a un permanente cambio de sí mismo. Siempre se ha considerado gigante el legado intelectual y espiritual de San Agustín de Hipona, por su capacidad de tratar sobre lo que más interesa al ser humano. Es el Padre de la Iglesia más influyente y, a pesar de haber vivido en el siglo V, sus escritos mantienen una asombrosa actualidad. Por su vasta y perdurable irradiación puede afirmarse que San Agustín de Hipona figura entre los pensadores más influyentes de la tradición occidental. La recompensa escatológica a una vida justa y el llamado a transformar la sociedad de acuerdo con el mensaje evangélico (ambos presentes en el centro de la reflexión agustiniana) cambiaron para siempre la forma en que los individuos y los grupos humanos consideran su tiempo y su historia.12 Peregrino de la subjetividad, San Agustín enfrentó e indagó las vicisitudes de la naturaleza humana, desde el sexo, las pérdidas y el mal. Fue una personalidad compleja y gran parte de su vida fluctuó entre el ferviente deseo de encontrar a Dios y el cuestionamiento constante que lo obligaba a profundizar su propia fe. Su conversión fue un devenir constante, una lucha que nunca terminó de resolver. En sus Confesiones interrogó la condición humana: “He llegado a ser un problema para mí mismo”. “¿Qué soy Dios mío? ¿Qué es mi naturaleza?”14

San Agustín comprendió que el yo poseía una vida interior distinta a la razón. Estas preguntas lo condujeron a pensar y funcionar en primera persona, adentrándose en el mundo interno, ofreciendo un encuentro con lo humano que vuelve inteligible una trama del tiempo. Estaba en un estado de búsqueda permanente, de un objeto que no tenía existencia material y que se hacía presente una vez que había sido elegido. Temía no ser consciente de la naturaleza de su ser, por eso, aun sabiendo, sentía que no estaba preparado y constantemente le pedía castidad a Dios. Fue un hombre valiente, que ahondó con coraje en las profundidades de su mundo interno.15 Con la justeza que lo caracteriza, San Agustín planteó el contrapunto que significa el libre albedrío y la gracia divina. ¿Cómo pensar que hay una gracia divina omnipotente y, a la vez, el libre albedrío que parecería contradecir ese poder sin límites de Dios? Varios autores señalan que hubo sectas heréticas que dijeron que, si todo es creado por Dios, el mal que se puede hacer también hay que imputárselo a Dios, y que entonces ni siquiera puede decirse que existe el mal. Pero San Agustín afirmó que la gracia divina es también algo que se debe implorar para que esa libertad que Dios otorgó pueda ser usada del mejor modo.16

Podría argumentarse que para el quehacer médico, a cargo de la atención y el cuidado de la persona enferma en situación terminal, se trata exactamente de la misma cuestión, claro que no en términos teologales. La libertad y la verdad son puestas en el corazón de la práctica de la medicina y esto vale no solo para el paciente, sino también para el médico. La verdad está en el corazón de la experiencia de curar, aliviar y cuidar, y podría decirse que coincide con San Agustín, allí donde subiendo los peldaños de las ascensiones interiores, describe un programa que comprende el movimiento del alma y hasta se puede ajustar en la contemplación.15

Custodiar la vida del hombre se vuelve responsabilidad de todos. Es posible aprender de San Agustín el camino de la purificación, la constancia, la serenidad; aprender a reconocer las características del amor: incipiente, adelantado, intenso, perfecto. A reconocer el trinomio verdad, amor, libertad: tres bienes que se dan juntos. Es posible aprender que quien busca la verdad no puede perder la esperanza de encontrarla. Es posible aprender la importancia de la humildad en esta búsqueda. La exigencia de custodiar la vida humana debe ser mayor, pues en cada prójimo se manifiesta este don de Dios. Toda una invitación para los hombres de ciencia: a reconocer en las cosas creadas las huellas de Dios, a apreciar la armonía del universo, a amar la paz y a promoverla en sus prácticas.


Conclusión

La bioética personalista suele ser entendida como un saber interdisciplinario y normativo dedicado a la comprensión moral de las intervenciones que se realizan sobre la vida, en particular la vida humana. Reconoce la dignidad de la persona humana, única, irrepetible e insustituible; sujeto pluridimensional que demanda ser afirmado por sí mismo. Estamos frente a la vida de un individuo que reclama no ser tratado como mero medio, sino como verdadero fin.
La persona humana no tiene solo el valor que posee un fenómeno asociado con un sistema material complejo, altamente sinérgico, que permite metabolismo, reproducción, herencia y evolución. Muchas veces la falta de reconocimiento explícito de su condición personal y su dignidad inalienable enfrenta al ser humano a situaciones de riesgo y descuido, en las que se privilegia la racionalidad instrumental al momento de tomar decisiones, por ejemplo, en el final de la vida. En situación de enfermedad en fase terminal, frente al sufrimiento insoportable el paciente pide morir; la intención de ayuda podría vincular erróneamente la petición de ayuda para morir al concepto de dignidad humana, mostrando la ruptura entre la autonomía del paciente y la responsabilidad y el criterio del médico, que siempre buscará aliviar el dolor y jamás dar muerte ante las solicitudes apremiantes del paciente o su entorno. Queda reservada esta temática para artículos más específicos, pero aun así no dejaremos de señalar la importancia de cuidar abnegadamente al otro atendiendo su vulnerabilidad y dependencia, y subrayar el valor de custodiar la vida humana hasta su cumplimiento natural, haciéndose cargo del otro, acompañando y propiciando la renovación del sentido de la existencia, cuando esta está marcada por el sufrimiento y la enfermedad.

El enfermo habrá de constituir, entonces, el centro y el criterio de las consideraciones médicas. Habremos de respetarlo en cuanto tal de modo absoluto, independientemente de cualquier otra consideración. El paciente no es simplemente un organismo que no funciona de manera correcta, sino que es un yo libre y responsable, una persona (al igual que el médico que lo asiste) digna de respeto, cuyo cuerpo enfermo no es extraño a su núcleo interior; no “tiene” un cuerpo, sino que “es” su cuerpo. En tanto persona única e irrepetible, es una unitotalidad, un todo compuesto por elementos diversos. Cualquier cosa que afecte a su cuerpo lo afecta como persona. Médico y enfermo son dos personas distintas, pero irremediablemente vinculadas en una mutua relación de responsabilidad, donde las decisiones y acciones los afectaran directamente a ambos. La existencia de las personas esta tramada de relaciones múltiples en las que las acciones u omisiones inciden sobre los demás, porque el hombre vive en relación. Actuar responsablemente con respecto a los demás (pacientes, colegas, equipo de salud, entorno familiar del paciente) se vuelve uno de los pilares fundamentales en la práctica médica, lo que supone respetar la autonomía de cada individuo y atender las necesidades del enfermo, sin sustituir su capacidad de decidir y actuar.
Defender la vida física, acentuar la libertad y la responsabilidad en la relación médico-paciente, atender al enfermo en su unicidad y totalidad, presentan una ética del cuidado que descubre y mantiene como centro de todas sus consideraciones a la persona y que busca anclar sus reflexiones en el terreno firme de la realidad de la persona humana.
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13. II JP. vatican.va. [Online]; 1998. Disponible en: http://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_14091998_fides-et-ratio.html. [Consultado 4 de diciembre de 2019].
14. Agustín S. Confesiones. Buenos Aires: Libertador; 2008.
15. Galindo R. Amar a Dios con San Agustín. Madrid: Rialp; 2015.
16. Iuale L. Una lectura psicoanalítica de Agustín de Hipona. Verba Volant Revista de Filosofía y Psicoanálisis. 2011.

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