74 días que conmovieron al mundo

Guerra y medicina en Malvinas (II)*
1º edición, 25 de marzo de 2001
2º edición, 29 de marzo de 2007

   
   

Continuando con el propósito de hacer conocer a nuestros lectores artículos, testimonios y reportajes con motivo del 21 aniversario del desembarco argentino en las Islas Malvinas, ofrecemos el testimonio de protagonistas directos de aquella batalla que tantas enseñanzas deja a los argentinos a pesar del circunstancial resultado adverso.
En nuestro caso hemos procurado reunir material que rescate tanto el papel asistencial como la experiencia de vida y política de los médicos de la sanidad militar que se desempeñaron en la guerra librada por la recuperación de nuestras Islas. 

Rafael Bernal Castro, Director editorial

* Ver Malvinas I


Imagen satelital de las Islas Malvinas. 
Foto de Instituto Geográfico Militar de la República Argentina.

A continuación se reproducen, con la autorización expresa de su autor, párrafos de la narración efectuada por el mayor médico Dr Andino Luis Francisco Quinci para el libro compilado por Héctor Rubén Simeoni, Malvinas. Contrahistoria, Editorial Inédita, Buenos Aires, 1984 (pags. 147 a 151).

“Prohibida la desesperación”

“Me destinaron como logístico de sanidad del Teatro de Operaciones, integrando un grupo que se distinguía con la sigla C.O.L. (Centro de Operaciones Logísticas). Llegué el 8 de abril. Este organismo era el encargado de realizar todas las tareas que hacen al mantenimiento de la aptitud combativa del individuo: aprovisionamiento de ropa, de víveres, de municiones, de cualquier otra cosa que pudiera llegar a hacer falta.

Como es lógico, a mí me asignaron en el área de sanidad. En esa primera etapa hubo que pensar en todo. Yo le decía en broma a un camarada que se trataba de una situación parecida a cuando uno sale a pasar un día de campo. No conviene olvidarse de nada, porque después resulta imposible volver a casa a buscarlo.

Desde el primer día tuve que moverme en el hospital militar de Puerto Argentino. Allí me entendí perfectamente con su director, mayor médico Enrique Ceballos, que hasta el 2 de abril había estado dirigiendo el hospital de Comodoro Rivadavia. A este hospital “lo mudaron” íntegramente a Malvinas.

Después del primer ataque, el 1º de mayo, vivía y dormía en el hospital. Cambié las actividades logísticas por las asistenciales, porque hacía más falta en el quirófano y en las salas, junto a los enfermos. En conjunto llegamos a ser unos 30 profesionales.

El centro de asistencia se había instalado en un edificio que los ingleses habían destinado a colonia infantil, pero que no había sido habilitado por fallas en la estructura de construcción. Entonces, nunca había funcionado. Era totalmente nuevo. Tenía dos salas, que se unían con otra transversal, la construcción formaba una “H”. Era un sitio bastante apropiado para lo que se necesitaba. Enseguida se organizaron cuatro quirófanos –capaces de funcionar simultáneamente- y una serie de salas y habitaciones que permitían albergar entre 40 y 50 internados. En los momentos de combate duro hemos llegado a ocupar más de cien camas. Pero este rebasamiento de la capacidad es bastante común en los hospitales de guerra. No se puede prever cuántos heridos se van a producir en un determinado combate”.

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“Allí, en Malvinas, comprendí que estábamos pagando el precio de haber pasado más de cien años en la paz más absoluta. Nuestras Fuerzas Armadas habían perdido en algo la noción de cuál es la real dimensión de la guerra. Una cosa es conocerla en teoría, en los papeles, en los libros, en los mapas y aun en las maniobras, pero otra cosa bastante distinta es entrar en contacto con ella, practicarla y sufrirla. Eso puede explicar, en parte, que al principio todo haya sido bastante desorganizado y se notaran algunas carencias importantes. Pero no fue un fenómeno aislado. También se dio en otras áreas. Por ejemplo, un buen día se advirtió que eran pocas las cocinas disponibles para preparar comida caliente; y como al principio sobró comida, un buen día faltó. U no se podía hacer nada para solucionar el problema. Exactamente igual que cuando uno, en un día de campo, se olvida los fósforos.

Es cierto que el hospital militar de Comodoro Rivadavia había sido, como dije antes, trasladado por completo a Puerto Argentino. ¿Pero alcanza esto para las necesidades de una campaña prolongada e intensa? Con el correr del tiempo se hizo notable la falta de instrumental en el área quirúrgica, y especialmente en traumatología. No se trataba de imprevisión, a veces la culpa también hay que achacársela a la falta de experiencia práctica.

Las otras fuerzas colaboraron muy estrechamente con nosotros. No se hacían distingos de ninguna clase. A nadie se le hubiera ocurrido alegar: esto es mío, lo otro es suyo. Quedó claro que todo elemento estaba disponible para atender a quien lo necesitara. En el área de sanidad establecimos un vínculo muy sólido a principios de abril y así seguimos trabajando hasta que se terminó la cosa”.

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“A partir del bombardeo del 1º de mayo comenzó realmente el trabajo masivo. Ese día, los heridos llegaban en oleadas. Habíamos montado una sala de recepción y clasificación: el criterio a utilizar estaba basado en la gravedad del paciente. Después, se los pasaba, si hacía falta, a los diferentes quirófanos para operarios. No había sitio para un respiro. Los médicos y enfermeros podíamos hacer cualquier cosa menos estar cansados. Ese día tuvimos realmente la comprobación de que estábamos en guerra.

Llegaban los aviones, descargaban las bombas, los misiles los perseguían. Después de cada incursión empezaban a llegar los heridos. Y los ayes y las quejas de... esos chicos... esos chicos de 18 años. Se portaron demasiado bien, debemos pensar que eran chicos... chiquilines que recién empezaban a ser soldados; algunos de habían puesto el uniforme hacía veinte o treinta días atrás. Apenas si tenían un barniz de instrucción militar... Y se las aguantaron mucho mejor de lo que nadie se imaginaba. Mucho mejor.

Las historias truculentas abundan en la memoria de cualquier médico, pero no voy a incurrir en el golpe bajo, no voy a describir ningún caso heroico en particular. Quiero hablar de toda la heroicidad, porque la “propaganda negra” ha hecho que no se reconozca el heroísmo de estos chicos. Les arrebataron su cuota de gloria. A duras penas se admite que los pilotos fueron valientes –y eso porque no queda otro remedio-, pero nadie se preocupó en saber qué pasó con nuestra gente que estaba en tierra.

Lo remarco porque eran chicos que recién salían del calor de su casa. Y se aguantaron todo: el hambre, el frío, el no poder cambiarse, el no poder bañarse, combatir en las tremendas condiciones adversas a que estaban sometidos, por imperio de las circunstancias, y encima que los hirieran, que los mataran...

Y se las aguantaron todas. Alguien podría decirme que no tenían otro remedio, que no podían escaparse a nado de la isla. Pero yo no recuerdo a ninguno que llorara, que empezara a gritar por una crisis histérica ni ninguna cosa por el estilo; a lo sumo, llegaba al hospital alguno más deprimido que otro, pero puedo dar fe de que no tuvimos problemas graves de desadaptaciones psíquicas. Sostengo todo lo contrario: se portaron demasiado bien para ser tan chicos”.

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“Nosotros, los de mayor edad, esperábamos de manera subyacente que la guerra no fuera prolongada porque sabíamos lo que podía pasar. Era de esperar que la situación fuera muy dura, que el bloqueo se hiciera cada vez más virulento y que, con cada día que pasara, menos cosas nos iban a llegar.

Teníamos absoluta conciencia que uno de los problemas graves que habría que enfrentar iba a ser el del aprovisionamiento de plasma. Y si bien siempre le encontramos alguna solución de último momento, en algunos períodos –afortunadamente muy cortos- no tuvimos sangre para hacer transfusiones. A veces recurrimos a reemplazarla con otro tipo de líquidos. Y aquí tengo que volver a destacar la colaboración de las otras fuerzas. Hubo veces en que la Fuerza Aérea nos arrimó el frasco de plasma de determinado grupo que nos estaba haciendo falta para salvar una vida. Otro tanto hizo la Armada.”

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“La guerra es exactamente lo que uno ve en cualquier buena película sobre ese tema. Lo que ocurre es que, a partir del exacto momento en que uno se convierte en actor o testigo presencial, se le transmite a todo el cuerpo una especial vibración. No puedo describirla: será la de la bomba, la del disparo, la del avión que pasa. Uno lo ve todo con los propios ojos, pero también tiene en cuenta que está a merced de la bala o de la explosión de la granada. El resto, salvo esa enorme diferencia, no es muy distinto de lo que se ve en el cine.

La responsabilidad del médico en esa situación (casi me parece redundante aclararlo) es hacer lo mismo que lo que hace todos los días durante la paz. La diferencia es que las circunstancias eran muy especiales en cuanto al tiempo disponible, al clima, al material.

Curábamos heridas, atendíamos enfermos. A alguien que no está bien (por herida o enfermedad) hay que atenderlo con igual premura allá que acá. La urgencia lo es en cualquier parte. El término “urgente”, del que se abusa tanto en la vida diaria, para nosotros tiene otro significado: existe la urgencia cuando algo pone en peligro la vida o la viabilidad de un órgano o un miembro del individuo.

Pero yo hablaba de las condiciones. Allá eran adversas, aunque sabíamos lo que teníamos que hacer. Debo decir que desde el 1º de mayo vivimos permanentemente atendiendo casos de urgencia, todos los días y a cualquier hora”.

“Después del 2 de abril, tanto en el hospital como en casa escuchaba noticieros o leía revistas y pensaba por qué no me llamaban. Estaba muy nervioso y tenía problemas a nivel personal, inclusive con mi señora, con quien uno descarga un poco los nervios. Hasta que por fin llegó la orden. Me la adelantó por teléfono un primo mío también médico militar, que ya se había enterado. A la noche fui al hospital a retirar equipo y regresé con mi bolsón portaequipo y todos los elementos que pude juntar. La orden decía en concreto que me presentara en la Escuela de Infantería: no sabía bien de qué se trataba pero me lo imaginaba: se formaba la Compañía de Comandos 602 a las órdenes del mayor A.R.

Llegué a las veinte horas a la Escuela y escuché una voz que me llamaba por mi nombre: era el teniente primero J.J.G., “Pepe”. Nos juntamos en un abrazo; me encontré con el otro “Pepe”, el teniente primero R.M., comando perteneciente al arma de Ingenieros, gran amigo de toda la vida. Nos preparamos juntos para ir al curso de comandos allá por el 66 o 67. Lamentablemente él fue de los que no volvieron de Malvinas; fue muerto en combate.

Llamé esa noche al mayor a la casa y me ordenó estar a primera hora del domingo en la Escuela para empezar a retirar equipo, hacer el plan de llamada; en fin, todos los elementos que hacen a la formación de una compañía.

Ese domingo me encontré con otros camaradas de la compañía; trabajamos todo el día e hicimos un descanso al atardecer. Seguimos así, el lunes nos dijeron que probablemente tuviéramos que salir el viernes o el sábado; y lo cierto es que el martes ya nos dijeron la orden para marchar a las Malvinas. Es decir, la compañía se formó en dos días y pico.

Los comandos somos todos cuadros –oficiales y suboficiales- y en este caso tuvimos además el agregado de unos suboficiales no comandos y un teniente primero más cuatro soldados –los únicos de nuestra compañía- que tenían a su cargo los Blow Pipe. Fuimos de la Escuela de Infantería a Palomar, de ahí a Comodoro e hicimos el primer intento de cruce a Malvinas, que fue interrumpido por problemas en Puerto Argentino. Esto era el 26 de mayo aproximadamente.

Al día siguiente intentamos por segunda vez el cruce. El Hércules se elevó a, creo, dos o tres mil metros y más o menos a una hora de vuelo se mantuvo estacionario a unos ocho metros sobre el nivel del mar, haciendo evasión de radares.

Hacia el final del viaje nos advirtieron sobre la manera en que se debía abandonar el avión. Se abrieron la puerta delantera hacia la izquierda, las puertas traseras y la rampa. De la primera salió un suboficial con una soga para hacer una pasarela de manera que nadie fuera hacia las hélices ya que era totalmente de noche y sin luces para evitar ser detectados por el enemigo.

Dejamos los bolsos y mochilas a un costado de la pista y comenzamos la tarea de bajar los elementos del avión. A las rampas del avión que estaban cargadas con munición, explosivos, comestibles, etcétera, simplemente se le soltaron las amarras y, como tienen rodillos, el avión hizo una pequeña aceleración y todo cayó hacia atrás por inercia. El avión, que nunca detuvo los motores, inició inmediatamente el despegue.

Nosotros quedamos entonces como perplejos. Luego besamos la pista, gritábamos ¡Viva la Patria!, se escuchaba en respuesta el griterío de la tropa que estaba en ese lugar, nos abrazábamos con algunos conocidos. Realmente una gran emoción un momento inolvidable.

Posteriormente, todos a colaborar para poder sacar rápidamente los elementos de ese lugar. La maniobra se hacía a oscuras y era muy complicado, inclusive algunos elementos se extraviaron. Era todo bastante confuso y no había mucho orden, pero a bordo de camiones llegamos a Puerto Argentino.

Nos alojamos en el gimnasio junto a los otros comandos, los de la 601, que estaban combatiendo ya desde antes. También en incertidumbre porque encontramos que mucha gente estaba faltando, muchos camaradas comandos que salieron en misiones y que no habían regresado. Los ingleses ya estaban en la isla y estaban haciendo de las suyas. No se sabía bien cómo estaba la cosa y nosotros habíamos llegado un poco como para bailar con la renga. En la peor parte, pero para eso habíamos ido.

Los primeros dos días nos sirvieron para aclimatarnos. Hicimos marchas forzadas, adiestramiento físico, probamos el equipo para saber si servía para marchar en temperaturas frías y bajo la lluvia. Y por supuesto, probamos el armamento, lo limpiamos y reglamos las miras. En definitiva nos preparamos para el combate.

Recibíamos mucha información y teníamos contactos con elementos de Puerto Argentino para apreciar la situación, hasta que comenzamos a salir en patrullas de combate.

La primera patrulla que salió fue la del capitán J.V. con trece hombres. Esta patrulla combatió detrás de las líneas enemigas y sólo volvimos a saber de ellos al final de la guerra, que –ya prisioneros- nos encontramos con los heridos de esta patrulla en el “Canberra”. Renncontrarlos fue una gran emoción. Prácticamente eran fantasmas para nosotros. Para colmo estaban vestidos con una especie de mameluco blanco dado por los ingleses y que era el uniforme de herido. Recibimos también la noticia de los que habían muerto.

Luego nos unimos las dos compañías de comandos y recibimos órdenes para marchar hacia la zona de monte Kent para hacer patrullas de combate, fundamentalmente emboscadas, y traer información.

Yo soy capitán y médico, y en la patrulla de comandos esta dualidad se soluciona de la siguiente forma. Si la misión lo permite, y de acuerdo con las circunstancias, actúo como médico; es decir si hay bajas, actúo como tal.

En la compañía fui S1, es decir oficial de personal, y tirador especial. Además hice el curso de buceo en el 74 y estuve tres o cuatro años en una unidad de ingenieros haciendo la parte de explosivos. Doy también “supervivencia” en el curso de comandos. Por supuesto doy también sanidad, pero tengo una gran afinidad con todo lo demás.

Cuando la patrulla tiene una misión, hay que cumplirla. Ante todo está la misión, y caiga quien caiga hay que cumplirla. Esto hay que tenerlo como norte siempre. Una vez cumplida la misión y si las circunstancias lo permiten, nos ocupamos del personal.

También debo capacitar a mi gente para que se autoabastezca en las necesidades de sanidad. Cada uno debe saber qué hacer ante un número de problemas al respecto: calmar el dolor, parar la hemorragia, reponer líquidos, evitar el shock. Estos son los pasos mínimos que todos en mi compañía sabían. A eso se dirige la instrucción de un médico en la compañía de comandos.

Debimos dejar muertos en territorio enemigo pero recuperamos siempre a los heridos. No se dio el caso extremo de tener que abandonar heridos para cumplir la misión. No sé qué hubiéramos sentido si se hubiera presentado el caso, dado que nosotros nos conocemos desde siempre. No somos muchos los comandos y se establece entre nosotros un vínculo muy particular; realmente estamos muy unidos. Debe costar tomar una decisión extrema así; pero en un caso de este tipo, mi jefe me hubiera pedido asesoramiento para decidir si alguien seguía o se quedaba, y yo tenía que estar preparado para contestar. O sea, éste lo dejamos o lo llevamos, que es igual a decir se salva o se muere...

Hay que tener en cuenta que actuamos aislados, moviéndonos a pie dentro del dispositivo del enemigo y contamos nada más que con nuestros medios. Tenemos una misión que cumplir sí o sí y llevar un herido implica en esas circunstancias un esfuerzo tremendo y la pérdida de la capacidad combativa en general. Resumiendo, puedo decir que en los comandos soy mas capitán-médico que médico-capitán.

Volviendo entonces a las órdenes de marchar al Kent y los cerros próximos, así lo hicimos. Salieron varias patrullas y dos de ellas apenas echaron pie a tierra desde los helicópteros, entraron en combate con el enemigo. Luego volvieron por propios medios, o sea a pie, a nuestras líneas. Algunos le pusieron hasta dos días con sus dos noches de marcha. Recuerdo que el primero que llegó fue el capitán F.T. Ahí tuvimos bajas como la del teniente primero R.M. (Pepe) que ya mencioné al principio y la del suboficial B.

Tuvimos también actos heroicos como el del teniente primero L., que se quedó cuidando durante dos días a un suboficial herido en el talón, esquivando al enemigo, sufriendo temperaturas bajo cero y enterrados entre las rocas porque estaban rodeados. Hasta que el segundo día se montó un operativo para rescatarlos. En Land Rover y motocross, se llegó a la zona donde suponíamos podían estar y logramos el rescate. Al suboficial hubo que amputarle el pie. Para esa época el capitán E.H.L., que había arribado en el buque hospital como piloto del helicóptero sanitario, nos trajo algunos regalos: dulce, un jamón cocido. Hay que ver lo que fue para nosotros en aquellas circunstancias que de repente llegara un jamón... Realmente nos dio una gran alegría. También nos trajo noticias del continente, de las que se estaba ávido; uno siempre quiere que le cuenten cosas...

Llevaba ya en la isla varios días, veía que nuestra gente salía y no volvía; se acercaban las misiones realmente de combate. Antes habían sido de exploración, de tanteo, inclusive de control de población o, por la noche, algún tipo de seguridad dentro de las instalaciones.

Un día se me ocurrió meter la mano en un bolsillo y tenía algunas de las fotos que me había puesto mi señora. Eran una docena de fotos de mi hija, de ella, de mis padres y alguna en que estaba toda la familia reunida en una fiesta. Tuve la intención de escribir la primera carta. Mi mujer me había dado hasta el sobre con la dirección escrita por ella.

No sabía qué escribirle, había tenido una comunicación telefónica con ella y le había dicho que estaba todo bien en Puerto Argentino. La realidad era otra; la situación, bastante fea; veíamos que estábamos ante riesgo inminente: los ingleses traían mucho, muchísimo equipo.

Bueno, me motivé un poco con esas fotos. Las puse arriba de una mesa debajo de la cual dormía para protegerme, si caía un bombazo en el techo del gimnasio. Las puse en semicírculo como mirándome. Empecé a escribir y me pasó algo, no sé si positivo o negativo: me emocioné y estuve a punto de ponerme a llorar, así que me dije que no me convenía mirar más las fotos. No quería volver a pasar por ese momento.

Tenía también un par de chocolates importados que me había dado mi mujer. Recordé que un capitán tenía guardada una botella para tomársela al final de la guerra, así que decidí guardarme uno de los chocolates para lo mismo. El otro lo compartí como hacíamos con casi la totalidad de lo que teníamos. En el lugar donde nos sorprendió el fin de la guerra me acordé del chocolate restante y nos lo comimos no más.

Por suerte los ingleses no me sacaron las fotos, el Rosario, una cruz de madera que me habían dado en el curso de comandos, ni unos pesos que tenía.

Unos días después de haber enviado esa carta recibí un telegrama de mi señora, en el cual me decía que estaba embarazada. Me enteré de esto cuando ya estábamos bastante metidos en la guerra.

Una noche tuvimos una misión de combate, sería el 2 o 3 de junio, en el monte Wall. Salimos desde el puesto del teniente primero C.A.A., jefe de la compañía “B” en el monte Harriet, de destacada actuación, un gran oficial, para tener en cuenta.

Habíamos comenzado por la tarde con el intento de reglar el fuego de nuestra artillería, maniobra ya de por sí delicada. Había dos baterías que tiraban en paralelo y se dieron órdenes para la segunda. Por un malentendido, ésta recibió la coordinación de la primera. Lo concreto es que nos cayó fuego de nuestra propia artillería, que casi nos barre a todos. Posteriormente se regló bien el tiro y fue lo que utilizamos para el ataque nocturno.

Los tiros cayeron muy, muy cerca de la carpa donde estaba el “rancho” de la compañía “B” del teniente primero C.A.A. Pero ellos estaban bastante acostumbrados a recibir cañonazos, porque los barcos les tiraban todas las noches. A las seis y media de la tarde, un soldado “ranchero” nos preparó la única carne roja que pude comer en los quince días que estuve en la isla. La comimos con la mano y con cuchillo, es decir, a diente y boca. También nos dieron dulce de batata como postre.

Tomamos el armamento, nos enmascaramos y salimos hacia el Wall. Debimos andar haciendo zigzag para atravesar varios campos minados. Se veía muy mal y el oficial que había reconocido el camino no encontraba las marcas que había hecho de manera que anduvimos en un momento arriba de campo minado y tuvimos que regresar sobre nuestra marcha rogando a Dios que no pasara nada. Por suerte así fue.

Habíamos coordinado fuego de artillería para las veintidós horas y teníamos que alcanzar un punto. A esa hora la primera batería empezó a batir el Wall. Cuando iba a hacer fuego la segunda batería, el mayor A.R. apreció que lo iba a hacer donde estábamos nosotros. Ordenó entonces milagrosamente adelantarnos como ciento cincuenta metros a una especie de zanjón. No habían pasado dos minutos cuando los cañonazos empezaron a caer donde habíamos estado.

El mayor no quiso perder más tiempo y ordenó el asalto al monte. Pasamos al ataque y nos encontramos con que los ingleses se habían retirado abandonando todo; supongo que por el fuego de artillería. Había mucho equipo: mochilas completas, bolsas cama, cascos, telémetros laséricos, radios, baterías de radio, linternas de señales, comida, varios dispositivos de antenas. Es decir, era todo un equipo para un puesto adelantado para pasar información hacia atrás. Con sofisticados elementos además para la detección de nuestras posiciones, tanto para apuntar como para reglar la artillería. Había también paños para señalamiento de aterrizaje de helicópteros.

Tenían una posición muy, muy sólida. Nos había costado mucho llegar esa noche a la cima de ese monte y pienso que si los ingleses hubiesen estado se hubiera hecho difícil tomarlo. Nosotros estábamos trepando muy de frente, pero por suerte se fueron.

Yo llevaba un fusil calibre 300 Magnum con mira telescópica, un arma muy fuerte. La noche era muy fría y con llovizna y la marcha se había hecho toda a pie. A todo esto hubo que agregarle la vuelta acarreando el equipo de los ingleses inclusive como 8 ó 9 mochilas.

Nos apropiamos de cualquier cantidad de material que habían abandonado; se veía que les sobraba. Lo bueno fue que también dejaron comida, que por supuesto probamos. Una vez que llegamos a la base abrimos las mochilas. En una en particular, que se veía que era de un oficial de Royal Marines encontramos una caja de cuero típicamente inglesa. Al abrirla nos encontramos betún para zapatos, el cepillo correspondiente y una gamuza, todo muy bien colocadito. Así que este hombre se recorrió 14.000 kilómetros para estar en el medio de un monte perdido en las Malvinas, en un barrial infernal ¡pero sin dejar su betún! Yo diría que en las Malvinas llueve siempre y eventualmente sale el sol. Además el terreno es esponjoso. Esa turba maldita es como una esponja en la que uno se entierra y se llena siempre de barro. También tenía su afeitadora a pilas, otro objeto muy importante en combate, en el medio de un cerro. Nosotros, apenas llegamos nos habíamos dejado barba pues sistemáticamente todas las noches debíamos enmascararnos la cara con betún, con los pasamontañas negros o simplemente con barro. Al otro día le obsequiamos la afeitadora al suboficial que más se había destacado en la patrulla a criterio del jefe de sección. Todas estas cosas fueron registradas en notas con Nicolás Kasansew, con la gente del periodismo que estaba allá y estaba ansiosa por recibir información. Y parece que no era mucha.

Salíamos prácticamente todas las noches. Las misiones eran todas nocturnas, esta guerra estaba planteada así. Una vez salimos con una patrulla bastante fuerte a montar una emboscada en las últimas estribaciones del Dos Hermanas (Two Sisters) bastante cerca del Kent. La primera noche que la montamos recibimos la alarma de un ala de la emboscada que nos indicaba que se aproximaban alrededor de veinte ingleses. La cuestión es que pasaron a algo así como cuatrocientos metros; solamente los podíamos ver con los anteojos de luz residual –los visores nocturnos- y no pudimos entrar en combate. Hubo una gran tensión dado que los veíamos ahí y no les podíamos tirar para no perderlos, pues podía ser que se aproximaran para nuestro lado y cayeran en la emboscada. Pero no fue así. Decidimos entonces volver a la noche siguiente, teníamos firmes intenciones de agarrarlos.

Para montar una emboscada se procedía así: se salía temprano, a las dos o tres de la tarde, para hacer el traslado en Land Rover o Unimog hasta las últimas líneas nuestras. A partir de allí había que empezar a visualizar todo lo que se movía hacia el otro lado, que obviamente era la tierra de nadie. Esto se hacía para tratar de tener con las últimas luces la línea de marcha; es decir, por donde uno se moverá. Ya de noche, se salía hacia las líneas del enemigo. Se salía, entonces, a las seis o siete para llegar a montar la emboscada más o menos a la una de la mañana. Es decir, caminábamos bastante metiéndonos por donde el enemigo se movía, para tratar de sorprenderlo.

Se montaba todo muy sigilosamente, con mucha precaución, para que realmente fuera una emboscada y tomar al enemigo de sorpresa.

A partir de que uno tomaba su posición ya no había más comunicación entre los miembros de la patrulla; tampoco movimiento. Simplemente se tenía vista a derecha e izquierda a los compañeros y se esperaba al enemigo. Todos, por otra parte, sabíamos lo que teníamos que hacer.

La noche de esta emboscada hacía un frío terrible, muchísimo frío. Como debíamos estar en el puesto sin movernos nos escarchábamos y nos íbamos poniendo blancos, cosa que era habitual en esas misiones; pero esa noche era especialmente fría.

Nos topamos allí con un enemigo realmente muy capaz, con muy buenos elementos de apoyo, armamento y visores. Lo cierto que es que ellos sorprendieron a un ala de nuestra emboscada. Entramos en un combate muy violento, con mucho fuego por parte del enemigo. Muchas bengalas que obligaban a agachar la cabeza un poco, hasta que pasaran. Debíamos también detectar de dónde venían los fogonazos. Esos primeros momentos son para organizarse un poco y ver de dónde viene la cosa. Había muchos gritos por parte del enemigo, dado que daban las órdenes en voz alta. Nosotros ya teníamos a todo esto dos muertos y dos heridos. El enemigo realmente estaba haciendo las cosas muy bien. El combate fue muy duro. El sargento M.C. cayó muerto a su lado el teniente primero V. Fue herido en sus posiciones, más abajo hacia la izquierda. Lo que sucedió con V. Es muy notable. Una granada o un mortero descartable de esos que tenían los ingleses hirió al teniente primero que quedó tendido boca abajo. Tenía varias esquirlas en el cráneo y quedó atontado por la explosión. Se arrimó el enemigo e intentó rematarlo con un tiro de FAL: esto le produjo una herida en el medio de la espalda en oblicuo ascendente hacia la izquierda. Fue un trazo de unos catorce centímetros de largo y unos siete u ocho centímetros de ancho, no muy profundo. Al hacer la bala un deslizamiento por debajo de la carne, ésta se abrió es toda la longitud sin penetrar profundo, de ahí el ancho de la herida.

Tenía orificio de salida en el cuello, y como era trazante luminoso le produjo una gran quemadura pues el fósforo que lo hace luminoso se seguía quemando. Cuando le hice la curación me encontré con el proyectil que asomaba por el cuello y se lo saqué con la mano: el calor del mismo había fundido una cuenta del Rosario que el teniente primero llevaba al cuello y ésta había quedado como pegada.

Un tiro de FAL disparado a dos metros es imposible que se detenga por atravesar quince centímetros de carne humana. El FAL rompe hueso, todo, y sigue de largo; es un proyectil muy fuerte. Sin embargo, éste se detuvo y quedó fundido con una cuenta del Rosario del teniente primero.

Los ingleses lo dieron vuelta de una patada y él se hizo el muerto. En ese momento, estos ingleses se replegaron debido al fuego. El teniente primero, que –ahora boca arriba- los había visto, intentó manotear la MAG que tenía el sargento M.C. muerto a su lado. La ametralladora estaba partida por la mitad pero encontró su FAL y le vació un cargador a la columna enemiga que se movilizaba, matando a tres ingleses. Lo orientamos a gritos y subió a mi posición. A todo esto, yo estaba haciendo fuego de apoyo con un fusil calibre 300 Magnum con mira telescópica junto a un comando de gendarmería de los que operaron con nosotros. Estábamos en la posición más elevada con respecto al resto y se dominaba muy bien el combate, pero también recibíamos mucho fuego del enemigo. Atrás de una roca lo revisé y ya relaté sus heridas así como lo milagroso de la bala como detenida por el Rosario. Estaba semishoqueado pero entero y con mucha agresividad. Diría que estaba con bronca. Me pidió la habilitación para seguir el combate y luego tomó su fusil, cambió el cargador y siguió haciendo fuego. Continuó el combate dándonos con todo por ambas partes. Duró esto entre veinte y treinta minutos o sea que fue un combate bastante largo. Hasta que culminó con la retirada del enemigo. En concreto, diría que les ganamos.

Como nosotros teníamos coordinado el fuego de artillería, el mayor A.R. ordenó la apertura del fuego y éste comenzó a caer sobre el enemigo en retirada. Nosotros indicamos que alargaran el tiro a medida que se iban, o sea los íbamos corriendo a cañonazos. Aprecio que esa noche tienen que haber muerto muchos ingleses porque el fuego de nuestra artillería era tremendo.

Nosotros también estábamos recibiendo fuego de cañones y morteros, inclusive bastante detrás de nosotros. Tiraban a la retirada nuestra sin tener en cuenta que nosotros seguíamos ahí. Teníamos atrás, a unos setecientos metros, a un pequeño grupo al que llamamos de recibimiento y su artillería lo habrá confundido con el grupo principal. Pero lo real era que nosotros, desde el lugar, continuábamos tirándoles con todo lo que teníamos.

El combate terminó y el mayor ordenó el repliegue. Comenzamos una marcha de kilómetros y kilómetros por las serranías que duró ocho horas, hasta llegar a un lugar donde por fin había camino y fuimos recogidos en vehículos.

Llegamos hasta el Hospital Militar con nuestros comandos heridos que se habían valido por sus propios medios durante la marcha. El teniente primero V. Siendo las nueve de la mañana se desmayó cuando lo puse sobre la camilla, como si se hubiera relajado recién en ese momento. Habíamos salido el día anterior a las tres de la tarde y regresábamos a las nueve de la mañana después de combatir, sin dormir ni comer.

A las once lo operaron y no había forma de convencerlo de que fuera evacuado. Pero dos o tres días mas tarde llegó el buque hospital y prácticamente lo echaron de Puerto Argentino. Faltó poco para que se agarrara de la pata de la cama.

Seguimos recibiendo y cumpliendo misiones hasta que la noche anterior a la rendición nos ordenaron dirigirnos a la península que, bahía por medio, está al norte de Puerto Argentino. Al parecer, había desembarcado –en botes de asalto- un grupo comando enemigo en esa zona donde se encontraba tropa de nuestra Infantería de Marina con algunas piezas de artillería. Nos ordenaron ir a buscarlos.

Salimos de noche, serían las once. Era una noche muy oscura y esa península estaba minada y llena de trampas explosivas. Intentamos hacer algunas maniobras pero si hubiéramos salido a buscar al enemigo nuestra tropa se hubiera visto inhibida de hace fuego por el riesgo de abatirnos a nosotros. Entonces concretamente se decidió reforzar la seguridad: todo lo que se moviera invariablemente era enemigo. O sea que reforzamos algunas piezas y algunas posiciones importantes.

Antes del amanecer nos ordenaron marchar a la zona al norte de Moody Brook siempre por la península, para reforzar la línea oeste-este que era la dirección de marcha del enemigo.

Llegamos entonces jutno con esta unidad de Infantería de Marina a una posición –diría- “privilegiada”. Estábamos en las últimas montañas ya de frente al enemigo. Empezamos a recibir fuerte fuego de artillería. Nos encontrábamos viendo desde esa altura, bahía por medio, lo que ocurría del otro lado. Es decir, en la zona del Hospital Militar, helipuerto, hipódromo, ya al final de la guerra. Se veía el intersísimo fuego de artillería enemigo que caía sobre las primeras casas de Puerto Argentino y sobre la zona del helipuerto, hipódromo, Hospital Militar y el hospital civil. Prácticamente barrieron todo eso. Milagrosamente no cayó ningún proyectil arriba del Hospital con lo que hubiera muerto mucha gente. Veíamos todo el repliegue argentino. Nuestras tropas se replegaban recibiendo intensísimo fuego de artillería; unos doscientos o trescientos metros atrás avanzaban las primeras líneas inglesas. Su artillería –magistralmente dirigida por los sofisticados elementos con que contaban- caía cien metros delante de ellos, protegiéndolos. Lo podría relatar con lujo de detalles pues esta escena me quedó grabada. Veía las boinas rojas de ellos avanzando detrás de los nuestros que recibían el fuego de artillería.

Una retirada es una cosa desgraciada, realmente problemática. Se va abandonando equipo, no hay parque, no hay munición. Nadie puede buscar en esas circunstancias una posición para tirar al enemigo. Es una cosa muy confusa y desgraciada. Yo me imagino a nuestros soldados pasando un momento muy feo, realmente debe de haber sido muy duro.

Bueno, nosotros veíamos eso desde nuestra posición, a la vez que también sufríamos intenso fuego de artillería.

Terminó el fuego y vino una impasse en la cual recibimos la que sería nuestra última misión. Debíamos cubrir el repliegue de esta compañía de Infantería de Marina en el “Forrest” y en una lanchita de Prefectura. El “Forrest” era un pequeño buque que estaba ahí anclado y con el cual habíamos cruzado por la noche. Entre esta península y el Puerto Argentino habrá creo unos setecientos metros de agua. El puerto se llamaba Camber o algo así.

Esos dos buques comenzaron a evacuar a los infantes y nosotros volvimos hacia el frente a tomar posiciones. En el frente vimos que el enemigo, lejos de quedarse quieto, avanzaba. Unos setecientos tipos, más o menos un batallón, avanzaban a pie hacia nosotros, con seis o siete helicópteros cubriéndolos.

Entonces en la última comunicación radial preguntamos: “¿Qué hacemos? ¿Combatimos o no combatimos? ¿Nos quedamos aquí hasta las últimas consecuencias?” Porque aparentemente existía un cese de fuego, pero el enemigo seguía avanzando. La respuesta fue cubrir hasta las últimas consecuencias, y una vez que se hubiesen replegado los infantes, replegamos nosotros. Todo esto ocurrió en minutos. El operativo de embarque fue de veras rápido y el “Forrest” repleto de gente cruzó rápidamente.

Los ingleses estaban ya a trescientos metros de nosotros, que estábamos listos para entrar en combate, pero no disparaban.

Vino entonces la lanchita de prefectura para buscarnos y se produjo una especie de comunicación por señas con nosotros. Alcanzamos a destruir armamentos y equipos de radio, y nos embarcamos y pudimos cruzar. La lanchita creo que era la “Iguazú”, la histórica lancha que derribó al Harrier.

Llegamos a Puerto Argentino y todo era bastante confuso. Nosotros ya no estábamos en el gimnasio sino en unas casas en la zona alta de Puerto Argentino y hacia allá fuimos.

Quedamos esperando los acontecimientos. Pasó el tiempo y se produjo una mezcla de efectivos nuestros e ingleses. Por ejemplo yo fui hacia el hospital un par de veces para ver heridos y me encontré con que estaban aterrizando gran cantidad de helicópteros enemigos mientras nuestras tropas evacuaban el hospital que era convertido en cuartel inglés. Nuestros heridos eran llevados hacia el “Comandante Irízar” o el “Bahía Paraíso”, no recuerdo de cuál de los dos se trataba.

Como dije, nos mezclamos: había soldados ingleses y nuestros por las calles. Inclusive recuerdo un par de conversaciones interesantes, con soldados de ellos, sobre sus tácticas, su artillería, qué elementos tenían, etcétera. Cosas que nos parecían de interés en ese momento. Y también comentarios tanto de ellos como de nosotros sobre el tremendo frío, el difícil terreno, la comida, en fin, sobre lo duro de la guerra. Evidentemente, ellos habían tenido tanto frío y dificultades para que les llegara la comida como nosotros. Pero lo entendían como consecuencia lógica de una guerra en ese lugar geográfico.

Recibimos finalmente la orden de marchar al campo de prisioneros en la zona del aeropuerto. Llovía, estaba haciendo mucho frío y viento y allí cada uno debía encontrar su refugio. Algunos lo hicimos con tambores de doscientos litros o paneles de la pista de aluminio. Le sacamos también el toldo completo con esqueleto a un Unimog que estaba por allí e hicimos una carpa.

El mayor A.R. se instaló en los que llamamos “el sarcófago del mayor”. Era una columna doble de alumbrado de sección cuadrada, tumbada sobre la tierra; quedaba una cavidad formada por los bordes de la columna y un travesaño. Sería de dos metros de longitud por setenta centímetros de separación entre columnas. Ahí durmió esa noche el mayor, tapándose con unas chapas. Es un hombre corpulento y entraba justo allí, pensé que no debía ser nada cómodo. Me lo confirmó el hecho de que a la segunda noche intentó hacerse una carpa en serio. Pero a poco de lograrlo, lo sacaron de la cama como a todos nosotros pues nos ordenaron marchar para ser embarcados en el “Canberra”.

En esos casi dos días tuvimos una sola comida por día que consistía en fideos fríos y crudos. Cuando uno está prisionero trata de pensar maniobras destinadas a pasarlo mejor. Es la incertidumbre total ya que no se sabe cuánto tiempo más se permanecerá en esa condición. Entonces, se trataba de hacer refugios confortables, tratar de cuidar la poca comida que teníamos.

 

La marcha hacia Puerto Argentino para embarcar se llevó a cabo alrededor de la una de la mañana, bajo una intensa lluvia y mucho frío.

Nosotros habíamos logrado pasar algunos fusiles por los controles. Los llevábamos desarmados adentro de las mochilas que también habíamos conservado. También algunas pistolas desarmadas y las diferentes partes escondidas en los borceguíes o distintas partes del cuerpo. 

Pero fuimos revisados después de la marcha minuciosamente al punto de que hasta nos sacaron los cinturones y los cordones de los borceguíes. Así fue que no pudimos pasar nada.

La selección para subir al “Canberra” fue bastante extraña. Pasaban delante de nosotros gran cantidad de soldados. Entonces, un oficial de ellos en un castellano bastante raro nos dijo que hiciéramos una lista de nuestra unidad, que en realidad eran dos: las compañías de comandos 601 y 602. Nosotros éramos todos cuadros y ellos lo notaron. Así que cuando ordenaron que primero los soldados, nos empezamos a mirar. Hasta que uno se acordó de los cuatro soldados del teniente primero. Empezamos a gritar bastante hasta que aparecieron los cuatro soldados que, por supuesto, pasaron. Entonces el oficial inglés dijo: “¿Cómo, en tantas personas solamente cuatro soldados...? Hum, medio raro...”

Entonces empezaron a revisarnos e interrogarnos antes de darnos paso, previo hacerse dos filas con los mayores C. Y A.R. al frente. A sus preguntas sobre si teníamos algún curso hecho se le respondía que corte y confección, contabilidad o cualquier cosa por el estilo. Pero claro, nos veían con ropa diferente, insignias de paracaidistas, etc. y que todos éramos cuadros. Así que los primeros cuatro tuvimos suerte y pasamos. Aunque el caso mío fue sencillo pues lo hice como médico. Pero el inglés se puso nervioso y resolvió que no pasase nadie más. Yo fui el último de la compañía y cuando me alejaba el mayor me gritó: “¡Zafaste, Rana!”

Finalmente, el “Canberra” zarpó hacia Puerto Madryn. Nos dividieron entre oficiales, suboficiales y tropa, ocupando distintos niveles del buque. Nosotros éramos custodiados por oficiales y el trato fue muy bueno, realmente. Reinaba el orden y sucedieron cosas que se pueden llamar agradables. Recibimos una alimentación en caliente, aire acondicionado. Hay que recordar que se trata de un barco de lujo. Yo me bañé como seis o siete veces, lo mismo debieron hacer muchos porque el comandante pidió por los altavoces que economizáramos agua porque se estaba acabando. En Puerto Argentino me había bañado solamente dos veces en veinte días, a bordo de la lanchita de prefectura, así que me encantaba poder hacerlo.

Pudimos hacer también una recorrida por cubierta, aspirando aire de mar como si fuera un crucero de placer. Había música en dos bandas: de la BBC y grabada con el disc jockey del buque. Esta última era buena pero el tipo era pésimo porque entre disco y disco hablaba mucho. Nos habían puesto en un cuarto con camas sin colchón y sólo dos almohadas para cuatro. Pero a poco de descubrir dónde había almohadas terminamos durmiendo sobre las mismas.

Los cordones de los borceguíes que nos habían sacado fueron rápidamente reemplazados por los piolines para subir las persianas de los camarotes. A la media hora de estar a bordo no había uno que siguiese sin cordones.

Se hacía fila con una bandeja para recibir la comida. Empezamos a comerla rápido y colocarnos de nuevo en la fila antes de que se acabara. En fin, pequeñas trampas que hacíamos para alimentarnos mejor, pues la comida era buena pero escasa.

Un capitán había logrado pasar una brújula y una carta con lo que sacaba el derrotero del buque. Algo relativamente inocente. No era ningún misterio por dónde iba, además a la mitad del trayecto se la había acoplado un buque de guerra de nuestra Armada. Pero un inglés detectó que había una brújula y nos empezaron a perseguir. Nos revisaron como seis veces sacándonos al pasillo y colocándonos con las manos contra la pared y las piernas abiertas. Finalmente le encontraron la brújula y en el momento en que se la sacaron, apareció una persona de la Cruz Roja. Se le dijo que nos estaban robando la brújula, un elemento inofensivo que no implica peligro. Este hombre se la sacó al inglés y se la devolvió al capitán.

Volvimos al camarote e inmediatamente la escondimos junto con los cigarrillos que eran también elemento prohibido. Por supuesto, después del almuerzo, volvió a aparecer el oficial inglés a revisarnos para sacarnos de nuevo la brújula. Nos manifestó que su mayor decía que teníamos que entregarla. Entonces el capitán F.T. –con gran rapidez- le respondió que al bajar a almorzar uno de sus paracaidistas “boina roja” le había cambiado la brújula por cigarrillos. Se armó un escándalo infernal y el inglés se pasó horas buscando al supuesto paracaidista que se había vendido al enemigo por una brújula, ese tan estratégico elemento que su mayor le había ordenado requisar.

A partir de ese momento los cuatro comandos que éramos los ocupantes del camarote 25 del Meridian Room pasamos a ser los insurrectos. Nos revisaban todo el tiempo. Nos habíamos hecho fama de que ciertos elementos de confort se nos “pegaban”: almohadas, perchas, comida, etcétera. En realidad, teníamos de todo en la habitación. 

A mí, como médico, me habían venido a ofrecer los de la Cruz Roja el trato y alojamiento preferencial que debía de tener de acuerdo con la Convención de Ginebra; pero me quedé con los comandos que era mucho más divertido.

En la cena nos colocaban cartelitos con algunas noticias. Algún resultado de Argentina en el Mundial, que Galtieri había renunciado, que el Papa estuvo en Buenos Aires.

Otra noche, ya cerca de Puerto Madryn, nos pusieron la foto de una mujer desnuda. Acá recuerdo que a prisioneros argentinos heridos se les ofrecieron revistas pornográficas, que se ve son elemento común a bordo; pero no fueron aceptadas.

Volviendo a la foto de la chica desnuda, yo le pregunté al que repartía la comida si era su hermana a lo que con gran rapidez me dijo que no, pero que evidentemente debía ser mi madre. Pero todo terminó entre risas de todos. El espíritu de ellos no era de molestarnos; por otra parte, uno de nuestros buques de guerra navegaba a su lado, la cosa se había acabado y todos –incluso ellos- habíamos sufrido bastante.

Llegamos a Madryn, y de una zona de reunión volamos a Palomar y luego a casa, pasando por la Escuela Lemos.

¿Si volvería a Malvinas? Sí, volvería. Cuando los ingleses estaban intentando negociar con la situación de mis camaradas que mantenían como rehenes, yo no quería saber nada. Posteriormente, ellos me confirmaron que pensaban igual.

En los combates que tuvimos con ellos, los corrimos. Peleamos contra seres humanos que no querían morir, que tenían hambre, que tenían frío. Y eso que earn gente muy profesional y muy capacitada. Los salvadores de Occidente, la fuerza de la OTAN, los que van a parar al torbellino del Este. Sin embargo, nosotros –las compañías 601 y 602 con todos cuadros, oficiales y suboficiales- los corrimos. Abandonaban todo: radio, claves, mochilas completas. Aun sucedió cuando nos golpearon ellos primero y nos sorprendieron.

Por eso lo que yo deseo de mi ejército es que se transforme en uno de profesionales. Cuando se trataba de cuadros contra cuadros, en patrullas de comandos, terminaban por irse excepto cuando tenían la ventaja de una enorme superioridad numérica y de medios de apoyo como artillería y helicópteros. Por algo el general Jeremy Moore dijo que dondequiera que sus tropas se toparon con efectivos profesionales debieron luchar duramente para dominarlos y que fue tan difícil como despegar mejillones de las rocas. Lo que Moore no puede decir es que cuando consiguió “despegarnos” fue por abrumadora superioridad de medios o numérica pero cuando así no fue, ellos debieron correr. Hubo soldados que se destacaron y mucho, verdaderos héroes, pero los años de instrucción de un profesional no se pueden discutir”.


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