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En la historia de la Revolución hispanoamericana, pocos hombres políticos tuvieron carreras tan meteóricas como la del argentino Mariano Moreno (1779-1811), secretario de la Primera Junta de Gobierno de Buenos Aires, muerto en alta mar mientras encabezaba la primera misión diplomática de su país a Gran Bretaña. Su hermano Manuel, que lo acompañaba, estuvo junto a él hasta el momento del desenlace, y publicó más tarde en Londres (1812) una biografía del apasionado tribuno. Desde antes de embarcarse, la salud del doctor Moreno se hallaba grandemente injuriada por la incesante fatiga en los asuntos políticos. Los últimos disgustos abatieron considerablemente su espíritu y la idea de la ingratitud se presentaba de continuo a su imaginación, con una fuerza que no podía menos de perjudicar su constitución física. En vano era que la reflexión ocurría a aliviar las fuertes impresiones causadas en su honor por el ataque injusto de las pasiones vergonzosas de sus contrarios. La extrema sensibilidad le hacía insoportable la más pequeña sombra de la irregularidad absurda que se atribuía oscuramente a sus operaciones.» El doctor Moreno vio venir su muerte con la serenidad de Sócrates. Ya a los principios de la navegación, le pronosticó su corazón este terrible lance. No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje –nos decía con una seguridad que nos consternaba. No pudiendo proporcionarse a sus padecimientos ninguno de los remedios del arte, ya no nos quedaba otra esperanza de conservar sus preciosos días, que en la prontitud de la navegación; mas por desgracia tuvimos ésta extraordinariamente morosa, y todas las instancias hechas al capitán para que arribase al Janeiro [Río de Janeiro] o al Cabo de Buena Esperanza, no fueron escuchadas. Después de esto, el doctor Moreno se entregó tranquilamente a su duro destino. A las cuidadosas atenciones que le pagaba nuestra amistad y respeto, correspondía con una suavidad admirable, pero con el triste desengaño de que serían sin efecto. En el momento en que escribo estas líneas, todavía las lágrimas que corren de mis ojos vienen a perturbar mi razón; igual tributo pagarán a la memoria de este recomendable ciudadano todos aquellos que están animados de los deseos de la libertad de América. Su último accidente fue precipitado por la administración de un remedio que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento. A esto siguió una terrible convulsión, que apenas le dio tiempo para despedirse de su patria, de su familia y de sus amigos. Aunque quisimos estorbarlo desamparó su cama ya en este estado, y con visos de mucha agitación, acostado sobre el piso solo de la cámara, se esforzó en hacernos una exhortación admirable de nuestros deberes en el país en que íbamos a entrar, y nos dió instrucciones del modo que debíamos cumplir los encargos de la comisión, en su falta. Pidió perdón a sus amigos y enemigos de todas sus faltas; llamó al capitán y le recomendó nuestras personas; a mí en particular me recomendó, con el más vivo encarecimiento, el cuidado de su esposa inocente –con este dictado la llamó muchas veces. El último concepto que pudo producir, fueron las siguientes palabras: –¡Viva mi patria aunque yo perezca! Ya no pudo articular más. Tres días estuvo en esta situación lamentable: murió el 4 de marzo de 1811, al amanecer, a los veinte y ocho grados y siete minutos sur de la línea, en los 32 aÑos, 6 meses y un día de su edad. Su cuerpo fue puesto en el mar, a las cinco de aquella misma tarde, después de haberle tributado las demostraciones compatibles con nuestra situación.
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