ALICIA MOREAU DE JUSTO, PIONERA DE LA MEDICINA ARGENTINA

«Una mujer rica hubiera sido rodeada por médicos...»

De Conversaciones con Alicia Moreau de Justo y Jorge Luis Borges,
por Blas Alberti. Mar Dulce, Buenos Aires: 1985.

   
   

La doctora Alicia Moreau de Justo se graduó de médica en 1913. Había cursado el sexto año de estudios en la sala de Ginecología del viejo Hospital de Clínicas, en Buenos Aires, y el séptimo, y entonces último, en la sala de Clínicas del mismo establecimiento. En 1979 narró parte de su rica trayectoria profesional al antropólogo Blas Alberti, profesor de la Universidad de Buenos Aires, director de la Escuela de Estudios Sociales, investigador y publicista.

Blas Alberti: ¿Por qué no cuenta una [anécdota]?

Dra. Moreau de Justo: Les voy a contar dos historias, vividas en el hospital. Una tuvo lugar en la sala misma. Había una pobre mujer que tenía una infección de los ovarios, del útero, debida a la blenorragia, enfermedad muy frecuente entonces, mucho más que ahora, todavía. Cuando yo atendí a esa mujer la primera vez, encontré una mujer joven, bastante linda, totalmente abandonada, desesperada, sin saber lo que le pasaba. Porque era un animal. Esos pobres seres eran verdaderamente animales sexuales. Puede ser que allí hubiera algún recuerdo de su infancia, alguna cosa. Pero era terrible el descenso intelectual y moral de esos pobres seres.

Entonces, yo lo único que me atreví a hacer antes de elaborar un diagnóstico, fue darle inyecciones para calmarle el dolor. Y cuando se las di le hablé, la tranquilicé y nos hicimos bastante amigas. ¡Qué extraña amistad! ¿No es cierto?

(Risas.) Y allí tenía yo una enfermera muy buena. Todavía al contarles esto la recuerdo, se me aparece ante mi memoria. ¿Cómo me ayudaba esta mujer! Y un día, cuando ella, la enferma, ya había mejorado, vi acercarse un hombre que la venía a visitar y quería que ella se levantara y saliera del hospital. Y yo tuve con él algunas palabras –muy correctas– diciéndole que no estaba todavía curada, que era necesario que permaneciera más allí.

Entonces él se fue bastante fastidiado, pero quería que saliera de una vez y se lo decía a ella en tono imperioso. Entonces yo me pregunté: «Este tipo, ¿quién es? No puede ser el padre, no puede ser el marido». Y la enfermera me dijo entonces que era el dueño de la casa de prostitución. Bueno, eso me indignó de tal modo, que ese hombre, si yo hubiera podido hacerle algo, le hubiera aplicado un tratamiento quirúrgico. Ustedes se imaginan cuál era la cirugía que yo le hubiera aplicado. Aunque él no era el que trabajaba con esa mujer, la utilizaba, la vendía.

Y la otra, muy distinta, es ésta, que me ha quedado tan grabada que la tengo todavía –cuando se los cuento– presente en mi memoria. Cuando el enfermo llegaba iba a la sala en donde se lo recibía y se le hacía un primer examen, para derivarlo a una u otra sala, según lo que tuviera.

Era mi día de guardia. Veo una pobre mujer, ya entre cuarenta y cincuenta años pero sumamente desmejorada, que estaba sentada sobre los escalones que conducían a esa sala, sala de guardia. La hice entrar y entonces me contó que ella era sanjuanina y que había venido de San Juan [provincia del oeste de la Argentina, a más de 1000 km de Buenos Aires, N. de R.] para hacerse curar, que no tenía familia aquí, que toda su familia la había dejado allá, que andaba perdiendo sangre. Entonces yo le hice un rapidísimo examen y me di cuenta que tenía un tumor uterino ue ya estaba en las últimas. Entonces la hice entrar en la sala, sabiendo que era imposible operarla; pero no la podía dejar en la calle. La hice sentar, acostarse, le expliqué a la enfermera que me ayudaba lo que había que hacer. Le di una inyección para calmarla, alimentos, en fin, lo que se podía hacer. A la mañana siguiente me encontré con mi jefe, muy enojado conmigo. ¿Por qué había yo recibido a esa mujer, que yo debía saber que era inoperable? Le conté la historia. No la podía echar a la calle. «Bueno, tómela de secretaria y arréglese con ella». El hombre no era malo (...)

Y entonces hablé con esa enfermera y le dije: «¿Qué podemos hacer con ella? Vamos a calmarla, a tranquilizarla, a pasarla un día o dos, que por lo menos el cansancio del viaje y la mejor alimentación... Y después vamos a buscar dónde llevarla». Había entonces un hospital que ahora ha desaparecido, donde se mandaban todos los incurables. Yo no podría ahora localizarlo, porque son recuerdos de tantos años... si no hace setenta años...

Y no solamente me impresionó, me dio lástima, sino que me indignó el comprender que el servicio hospitalario tenía, forzosamente, muchísimas deficiencias. Y entonces esa enfermera, muy buena, la llevó. Yo pagué el coche para llevarla, le hice un pequeño regalo a la enfermera y se fue así. A morir. Indudablemente, pensaba yo, el cadáver habría ido a parar al anfiteatro del hospital y habrá ido a parar a la basura. Es decir que tuve la sensación, allí, de lo que es el final de ciertas vidas. Una mujer así, rica, hubiera sido rodeada por médicos, llevada a una sala para que fuera operada, todo le habrían dado para, por lo menos, aliviar su sufrimiento físico y moral. Esa pobre mujer había tenido que viajar desde San Juan. Yo me imaginaba lo que había sido ese viaje sentada, porque entonces no se habría podido pagar un camarote. Y cómo fue el final, soportando el dolor y la hemorragia durante ese viaje, un día y una noche por lo menos.

Entonces, la idea de la injusticia social, de las tremendas deficiencias que tiene nuestra organización social me hirieron profundamente y me convencieron, cada vez más, que la sociedad tiene que ser transformada y que esas injusticias, esas deficiencias, no deben existir. Aparte del perfeccionamiento científico, profesional, que permite un examen mucho más temprano, como se ha llegado a hacer y actualmente se hace, y todo lo que se puede hacer ahora para evitar la enfermedad, para prevenir, etcétera.Pero aparte de eso era esa sociedad en donde esa desgraciada mujer había tenido que vivir. Y pensé que tal vez las sociedades animales eran menos crueles que la nuestra.

Alicia Moreau de Justo (1885-1989) fue la esposa del doctor Juan B. Justo, fundador del partido Socialista argentino en 1896.

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